Algunas Audiencias Generales

Audiencia General del miércoles 24 de junio de 2009
sobre el sacerdote como ministro de Dios y servidor de los hombres


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano




Miércoles 24 de junio - 2009



Palabras que el Papa Benedicto XVI pronunció en la Audiencia General de los miércoles el 24 de junio de 2009

Queridos hermanos y hermanas:

El pasado viernes 19 de junio, Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús y Jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación de los sacerdotes, he tenido la alegría de inaugurar el Año Sacerdotal, proclamado con ocasión del 150º aniversario del "nacimiento para el Cielo" del cura de Ars, san Juan Bautista María Vianney. Y entrando en la Basílica Vaticana para la celebración de las Vísperas, casi como primer gesto simbólico, me he detenido en la Capilla del Coro para venerar la reliquia de este santo Pastor de almas: su corazón. ¿Por qué un Año Sacerdotal? ¿Por qué precisamente en recuerdo del santo cura de Ars, que aparentemente no hizo nada de extraordinario?
La Providencia divina ha hecho que su figura se acercase a la de san Pablo. Mientras de hecho se está concluyendo el Año Paulino, dedicado al apóstol de los gentiles, modelo de extraordinario evangelizador que ha realizado diversos viajes misioneros para difundir el Evangelio, este nuevo año jubilar nos invita a mirar a un pobre agricultor convertido en humilde párroco, que llevó a cabo su servicio pastoral en un pequeño pueblo. Si los dos santos se diferencian mucho por los trayectos vitales que les han caracterizado -uno viajó de región en región para anunciar el Evangelio, el otro acogió a miles y miles de fieles permaneciendo siempre en su pequeña parroquia-, hay sin embargo algo fundamental que les une: y es su total identificación con su propio ministerio, su comunión con Cristo que hacía decir a san Pablo: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gálatas 2,20). Y a san Juan María Vianney le gustaba repetir: "Si tuviésemos fe, veríamos a Dios escondido en el sacerdote como una luz tras el cristal, como el vino mezclado con el agua". El objetivo de este Año Sacerdotal, como he escrito en la carta enviada a los sacerdotes para esta ocasión, consiste en favorecer la tensión de todo presbítero "hacia la perfección espiritual de la cual depende sobre todo la eficacia de su ministerio", y ayudar ante todo a los sacerdotes, y con ellos a todo el Pueblo de Dios, a redescubrir y revigorizar la conciencia del extraordinario e indispensable don de la Gracia que el ministerio ordinario representa para quien lo ha recibido, para la Iglesia entera y para el mundo, que sin la presencia real de Cristo estaría perdido.
Indudablemente han cambiado las condiciones históricas y sociales en las cuales se encontró el cura de Ars y es justo preguntarse cómo pueden los sacerdotes imitarlo en la identificación con su propio ministerio en las actuales sociedades globalizadas. En un mundo en el que la visión común de la vida comprende cada vez menos lo sagrado, en cuyo lugar lo "funcional" se convierte en la única categoría decisiva, la concepción católica del sacerdocio podría correr el riesgo de perder su consideración natural, incluso dentro de la conciencia eclesial. No es casual que tanto en los ambientes teológicos, como también en la práctica pastoral concreta y de formación del clero, se contrastan, e incluso se oponen, dos concepciones distintas del sacerdocio. Subrayé a propósito de esto hace algunos años que existen "por una parte una concepción social-funcional que define la esencia del sacerdocio con el concepto de 'servicio': el servicio a la comunidad, en la realización de una función... Por otra parte, está la concepción sacramental-ontológica, que naturalmente no niega el carácter de servicio del sacerdocio, sino que lo ve anclado en el ser del ministro y considera que este ser está determinado por un don concedido por el Señor a través de la mediación de la Iglesia, cuyo nombre es sacramento" (J. Ratzinger, Ministerio y vida del Sacerdote, en Elementi di Teologia fondamentale. Saggio su fede e ministero, Brescia 2005, p.165). También la mutación terminológica de la palabra "sacerdocio" hacia el sentido de "servicio, ministerio, encargo", es signo de esta concepción distinta. A la concepción ontológica-sacramental está ligado el primado de la Eucaristía, en el binomio "sacerdocio-sacrificio", mientras que a la otra correspondería el primado de la palabra y del servicio del anuncio.
Bien mirado, no se trata de don concepciones contrapuestas, y la tensión que con todo existe entre ellas debe resolverse desde dentro. Así el decreto Presbyterorum ordinis del Concilio Vaticano II afirma: "Es precisamente por medio del anuncio apostólico del Evangelio que el pueblo de Dios es convocado y reunido, de modo que todos... puedan ofrecerse a sí mismos como 'hostia viva, santa, agradable a Dios' (Romanos 12,1), y es precisamente a través del ministerio de los presbíteros que el sacrificio espiritual de los fieles se hace perfecto en la unión con el sacrificio de Cristo, único mediador. Este sacrificio, de hecho, por mano de los presbíteros y en nombre de toda la Iglesia, se ofrece en la Eucaristía de modo incruento y sacramental, hasta el día de la venida del Señor" (n. 2).
Nos preguntamos entonces: "¿Qué significa propiamente, para los sacerdotes, evangelizar? ¿En qué consiste el llamado primado del anuncio?". Jesús habla del anuncio del Reino de Dios como del verdadero objetivo de su venida al mundo y su anuncio no es sólo un "discurso". Incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar: los signos y los milagros que realiza indican que el Reino viene al mundo como realidad presente, que coincide en último término con su misma persona. En este sentido, es obligatorio recordar que, también en el primado del anuncio, palabra y signo son inseparables. La predicación cristiana no proclama "palabras", sino la Palabra, y el anuncio coincide con la misma persona de Cristo, ontológicamente abierta a la relación con el Padre y obediente a su voluntad. Por tanto, un auténtico servicio a la Palabra requiere por parte del sacerdote que tienda a una abnegación profunda de sí mismo, hasta decir con el Apóstol: "No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí". El presbítero no puede considerarse "amo" de la palabra, sino siervo. Él no es la palabra, sino que, como proclamaba Juan el Bautista, del que celebramos precisamente hoy su nacimiento, es "voz" de la Palabra: "Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezar sus sendas" (Marcos 1,3).
Ahora bien, ser "voz" de la Palabra no constituye para el sacerdote un mero aspecto funcional. Al contrario presupone un sustancial "perderse" en Cristo, participando en su misterio de muerte y de resurrección con todo el propio yo: inteligencia, libertad, voluntad y ofrecimiento de los propios cuerpos, como sacrificio vivo (Cf. Romanos 12,1-2). ¡Sólo la participación en el sacrificio de Cristo, en su kenosis, hace auténtico el anuncio! Y este es el camino que debe recorrer con Cristo para llegar a decir al Padre junto con Él: se haga "no lo que yo quiero sino lo que tú quieres" (Marcos 14,36). El anuncio, por tanto, comporta siempre también el sacrificio de sí, condición para que el anuncio sea auténtico y eficaz.
Alter Christus, el sacerdote está profundamente unido al Verbo del Padre, que encarnándose ha tomado la forma de siervo, se ha hecho siervo (Cf. Filipenses 2,5-11). El sacerdote es siervo de Cristo, en el sentido de que su existencia, configurada ontológicamente con Cristo, asume un carácter esencialmente relacional: el está en Cristo, para Cristo y con Cristo al servicio de los hombres. Precisamente porque pertenece a Cristo, el sacerdote está radicalmente al servicio de los hombres: es ministro de su salvación, de su felicidad, de su auténtica liberación, madurando, en esta asunción progresiva de la voluntad de Cristo, en la oración, en el está "unido de corazón" con Él. Esta es por tanto la condición imprescindible de todo anuncio, que conlleva la participación en el ofrecimiento sacramental de la Eucaristía y la obediencia dócil a la Iglesia.
El santo cura de Ars repetía a menudo con lágrimas en los ojos: "¡Qué miedo da ser sacerdote!". Y añadía: "¡Qué lamentable es un sacerdote cuando celebra la Misa como un hecho ordinario! ¡Qué desgraciado es un sacerdote sin vida interior!". Que el Año Sacerdotal conduzca a todos los sacerdotes a identificarse totalmente con Jesús crucificado y resucitado, para que, a imitación de san Juan Bautista, estemos dispuestos a "disminuir" para que Él crezca; para que, siguiendo el ejemplo del Cura de Ars, adviertan de forma constante y profunda la responsabilidad de su misión, que es signo y presencia se la infinita misericordia de Dios. Confiemos a la Virgen, Madre de la Iglesia, el Año Sacerdotal apenas comenzado y a todos los sacerdotes del mundo.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Queridos hermanos y hermanas:
El pasado viernes, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, tuve la alegría de inaugurar el Año Sacerdotal, con ocasión del ciento cincuenta aniversario de la muerte de san Juan María Vianney. El objetivo de este Año, como he escrito en la carta que he enviado a los sacerdotes, es renovar en cada uno de ellos la aspiración a la perfección espiritual, de la que depende en gran medida la eficacia de su ministerio. Asimismo, esta iniciativa servirá para reforzar en todo el Pueblo de Dios la conciencia del don inmenso que supone el ministerio ordenado para quien lo ha recibido, para toda la Iglesia y para el mundo. Espero que este Año Sacerdotal sea un tiempo de abundantes gracias para todos los sacerdotes, en el que profundicen en su íntima unión con Cristo crucificado y resucitado. Que a imitación de San Juan Bautista, cuya fiesta celebramos hoy, estén dispuestos a "disminuir" para que Él crezca, y así, siguiendo también el ejemplo del Cura de Ars, consideren la enorme responsabilidad de la misión que les ha sido encomendada, que es signo y presencia de la infinita misericordia de Dios.
Saludo cordialmente a los fieles de lengua española aquí presentes. En particular, a los peregrinos de la Arquidiócesis de Tulancingo, con su Arzobispo, Mons. Domingo Díaz Martínez, y de la Diócesis de Alcalá de Henares, con su Obispo, Mons. Juan Antonio Reig Pla, así como a los demás grupos venidos de España, Honduras, México y de otros países latinoamericanos. Os aliento para que en este Año Sacerdotal encomendéis de un modo especial a todos vuestros sacerdotes.



Audiencia General del miércoles 1 de julio de 2009
sobre la misión del sacerdote


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano




Miércoles 1  de julio - 2009


 Queridos hermanos y hermanas:

Con la celebración de las Primeras Vísperas de la solemnidad de los santos apóstoles Pedro y Pablo en la Basílica de San Pablo Extramuros se ha cerrado, como sabéis, el 28 de junio, el Año Paulino, en recuerdo del segundo milenio del nacimiento del Apóstol de los Gentiles. Damos gracias al Señor por los frutos espirituales que esta importante iniciativa ha aportado a tantas comunidades cristianas. Como preciosa herencia del Año Paulino, podemos recoger la invitación del Apóstol a profundizar en el conocimiento del misterio de Cristo, para que sea Él el corazón y el centro de nuestra existencia personal y comunitaria. Ésta es, de hecho, la condición indispensable para una verdadera renovación espiritual y eclesial. Como subrayé ya durante la primera Celebración eucarística en la Capilla Sixtina tras mi elección como sucesor del Apóstol San Pedro, es precisamente de la plena comunión con Cristo de donde “brotan todos los demás elementos de la vida de la Iglesia, en primer lugar la comunión entre todos los fieles, el empeño de anunciar y dar testimonio del Evangelio, el ardor de la caridad hacia todos, especialmente hacia los pobres y los pequeños” (Cf. Enseñanzas, I, 2005, pp. 8-13). Esto vale en primer lugar para los sacerdotes. Por esto doy gracias a la Providencia divina que nos ofrece ahora la posibilidad de celebrar el Año Sacerdotal. Auguro de corazón que éste constituya para cada sacerdote una oportunidad de renovación interior y, en consecuencia, de firme revigorización en el compromiso hacia la propia misión.
Como durante el Año Paulino nuestra referencia constante ha sido san Pablo, así en los próximos meses miraremos en primer lugar a san Juan María Vianney, el santo Cura de Ars, recordando el 150 aniversario de su muerte. En la carta que he escrito para esta ocasión a los sacerdotes, he querido subrayar lo que resplandece sobre todo en la existencia de este humilde ministro del altar: “su total identificación con el propio ministerio”. Él solía decir que “un buen pastor, un pastor según el corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”. Y casi sin poder concebir la grandeza del don y de la tarea confiados a una pobre criatura humana, suspiraba: “¡Oh, qué grande es el sacerdote!... si se comprendiera a sí mismo, moriría... Dios le obedece: él pronuncia dos palabras y Nuestro Señor desciende del cielo a su voz y se mete en una pequeña hostia”.
En verdad, precisamente considerando el binomio “identidad-misión”, cada sacerdote puede advertir mejor la necesidad de esa progresiva identificación con Cristo que le garantiza la fidelidad y la fecundidad del testimonio evangélico. El mismo título del Año Sacerdotal –Fidelidad de Cristo, fidelidad del sacerdote– evidencia que el don de la gracia divina precede toda posible respuesta humana y realización pastoral, y así, en la vida del sacerdote, anuncio misionero y culto no son separables nunca, como tampoco se separan la identidad ontológico-sacramental y la misión evangelizadora. Por lo demás, el fin de la misión de todo presbítero, podríamos decir, es “cultual”: para que todos los hombres puedan ofrecerse a Dios como hostia viva, santa, agradable a Él (Cf. Rm 12,1), que en la misma creación, en los hombres, se convierte en culto, alabanza del Creador, recibiendo aquella caridad que están llamados a dispensarse abundantemente unos a otros. Lo advertimos claramente en los inicios del cristianismo. San Juan Crisóstomo decía, por ejemplo, que el sacramento del altar y el “sacramento del hermano”, o, como dice, el “sacramento del pobre”, constituyen dos aspectos del mismo misterio. El amor al prójimo, la atención a la justicia y a los pobres, no son solamente temas de una moral social, sino más bien expresión de una concepción sacramental de la moralidad cristiana, porque, a través del ministerio de los presbíteros, se realiza el sacrificio espiritual de todos los fieles, en unión con el de Cristo, único Mediador: sacrificio que los presbíteros ofrecen de forma incruenta y sacramental en espera de la nueva venida del Señor. Ésta es la principal dimensión, esencialmente misionera y dinámica, de la identidad y del ministerio sacerdotal: a través del anuncio del Evangelio engendran en la fe a aquellos que aún no creen, para que puedan unir el sacrificio de Cristo a su sacrificio, que se traduce en amor a Dios y al prójimo.
Queridos hermanos y hermanas, frente a tantas incertidumbres y cansancios, también en el ejercicio del ministerio sacerdotal es urgente recuperar un juicio claro e inequívoco sobre el primado absoluto de la gracia divina, recordando lo que escribe santo Tomás de Aquino: “El más pequeño don de la gracia supera el bien natural de todo el universo” (Summa Theologiae, I-II, q. 113, a. 9, ad 2). La misión de cada presbítero dependerá, por tanto, también y sobre todo de la conciencia de la realidad sacramental de su “nuevo ser”. De la certeza de su propia identidad, no construida artificialmente sino dada y acogida gratuitamente y divinamente, depende siempre el renovado entusiasmo del sacerdote por su misión. También para los presbíteros vale lo que he escrito en la Encíclica Deus caritas est: “En el origen del ser cristiano no hay una decisión ética o una gran idea, sino más bien el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que trae a la vida un nuevo horizonte y con ello la dirección decisiva” (n. 1).
Habiendo recibido un tan extraordinario don de la gracia con su “consagración”, los presbíteros se convierten en testigos permanentes de su encuentro con Cristo. Partiendo precisamente de esta conciencia interior, éstos pueden llevar a cabo plenamente su “misión”, mediante el anuncio de la Palabra y la administración de los Sacramentos. Tras el Concilio Vaticano II, se ha producido aquí la impresión de que en la misión de los sacerdotes, en este tiempo nuestro, haya algo más urgente; algunos creían que se debía construir en primer lugar una sociedad distinta. La página evangélica que hemos escuchado al principio llama, en cambio, la atención sobre los dos elementos esenciales del ministerio sacerdotal. Jesús envía, en aquel tiempo y a hora, a los Apóstoles a anunciar el Evangelio y les da el poder de cazar a los espíritus malignos. “Anuncio” y “poder”, es decir, “palabra” y “sacramento”, son por tanto las dos comunes fundamentales del servicio sacerdotal, más allá de sus posibles múltiples configuraciones.
Cuando no se tiene en cuenta el “díptico” consagración-misión, resulta verdaderamente difícil comprender la identidad del presbítero y de su ministerio en la Iglesia. ¿Quién es de hecho el presbítero, si no un hombre convertido y renovado por el Espíritu, que vive de la relación personal con Cristo, haciendo constantemente propios los criterios evangélicos? ¿Quién es el presbítero, si no un hombre de unidad y de verdad, consciente de sus propios límites y, al mismo tiempo, de la extraordinaria grandeza de la vocación recibida, la de ayudar a extender el Reino de Dios hasta los extremos confines de la tierra? ¡Sí! El sacerdote es un hombre todo del Señor, porque es Dios mismo quien le llama y le constituye en su servicio apostólico. Y precisamente siendo todo del Señor, es todo de los hombres, para los hombres. Durante este Año Sacerdotal, que se extenderá hasta la próxima Solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, oremos por todos los sacerdotes. Que se multipliquen en las diócesis, en las parroquias, en las comunidades religiosas (especialmente en las monásticas), en las asociaciones y los movimientos, en las diversas agregaciones pastorales presentes en todo el mundo, iniciativas de oración y, en particular, de adoración eucarística, por la santificación del clero y por las vocaciones sacerdotales, respondiendo a la invitación de Jesús a orar “al dueño de la mies que envíe obreros a su mies” (Mt 9,38). La oración es la primera tarea, el verdadero camino de santificación de los sacerdotes, y el alma de la auténtica “pastoral vocacional”. La escasez numérica de ordenaciones sacerdotales en algunos países no sólo no debe desanimar, sino que debe empujar a multiplicar los espacios de silencio y de escucha de la Palabra, a cuidar mejor la dirección espiritual y el sacramento de la confesión, para que la voz de Dios, que siempre sigue llamando y confirmando, pueda ser escuchada y prontamente seguida por muchos jóvenes. Quien reza no tiene miedo; quien reza nunca está solo; ¡quien reza se salva! Modelo de una existencia hecha oración es sin duda san Juan María Vianney. María, Madre de la Iglesia, ayude a todos los sacerdotes a seguir su ejemplo para ser, como él, testigos de Cristo y apóstoles del Evangelio.
[Tras los saludos en las diversas lenguas]
Saludo de corazón a los peregrinos italianos presentes, dirijo ante todo una cordial bienvenida a los miembros del Instituto de Cristo Redentor -Misioneros Identes-, que recuerdan el quincuagésimo aniversario de su fundación, y rezo para que continúen, con gran generosidad, anunciando a Jesucristo, Salvador del mundo. Saludo a los representantes de la Consulta Nacional contra la Usura y les agradezco por la importante y apreciada obra que llevan a cabo junto a las víctimas de esta plaga social, auguro que haya por parte de todos un renovado empeño por luchar eficazmente contra el fenómeno devastador de la usura y de la extorsión, que constituye una humillante esclavitud. Que no falte por parte del Estado una ayuda adecuada y a poyo a las familias afectadas y en dificultad, que tienen el valor de denuncia r a aquellos que se aprovechan a menudo se su trágica condición. Saludo también a los representantes de la Asociación interparlamentaria “Cultori dell’etica”, cuya presencia me ofrece la oportunidad de subrayar la importancia de los valores éticos y morales en la política.
Dirijo finalmente un cordial saludo a los jóvenes, a los enfermos y a los recién casados. Muchos de vosotros, queridos amigos, tendréis en estos meses la posibilidad de tomar un periodo de vacaciones, y auguro que sea para todos sereno y fructífero. Pero también hay muchos que, por razones diversas, no podrán disfrutar de las vacaciones. Que os llegue, queridos hermanos y hermanas, mi afectuoso saludo con el augurio de que no os falten la solidaridad y la cercanía de las personas queridas. Dirijo un pensamiento especial finalmente a los jóvenes que en estos días están haciendo los exámenes, y aseguro para cada uno un recuerdo en la oración. Que vele sobre todos con su amor el Señor, a quien invocamos con el canto del Pater noster.


Audiencia General del miércoles 12 de agosto de 2009
sobre el sacerdote y la Virgen María


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano




Miércoles 12  de agosto - 2009


 Queridos hermanos y hermanas:

Es inminente la celebración de la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen, el sábado próximo, y estamos en el contexto del Año sacerdotal; por eso deseo hablar del nexo entre la Virgen y el sacerdocio. Es un nexo profundamente enraizado en el misterio de la Encarnación. Cuando Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, necesitaba el "sí" libre de una criatura suya. Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo realmente extraordinario: Dios se hace dependiente de la libertad, del "sí" de una criatura suya; espera este "sí". San Bernardo de Claraval, en una de sus homilías, explicó de modo dramático este momento decisivo de la historia universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá esta criatura.
El "sí" de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en el mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de convertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este misterio.
Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el Señor a ser "discípulo amado" y, en consecuencia, de modo particular también de los sacerdotes.
Jesús dice a María: "Madre, ahí tienes a tu hijo" (Jn 19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: "Ahí tienes a tu madre" (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese momento san Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María "en su casa". Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, "eis tà ìdia", en la profundidad de su ser.
Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia -no es algo exterior- y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre.
El Concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María como el modelo perfecto de su propia existencia, invocándola como "Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles, Auxilio de los presbíteros en su ministerio". Y los presbíteros -prosigue el Concilio- "han de venerarla y amarla con devoción y culto filial" (cf. Presbyterorum ordinis, 18).
El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año, solía repetir: "Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su santa Madre" (B. Nodet, Il pensiero e l'anima del Curato d'Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes.
Queridos hermanos y hermanas, oremos para que María haga a todos los sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la imagen de su Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor de Pastor bueno.
¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

Audiencia General del miércoles 19 de agosto de 2009
sobre la formación del sacerdote con motivo de la festividad de San Juan Eudes


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano




Miércoles 19  de agosto - 2009


 Queridos hermanos y hermanas:

Se celebra hoy la memoria litúrgica de san Juan Eudes, apóstol incansable de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María, quien vivió en Francia en el siglo XVII, siglo marcado por fenómenos religiosos contrapuestos y también por grandes problemas políticos. Es el tiempo de la guerra de los Treinta Años, que devastó no sólo gran parte de Europa central, sino que también devastó las almas. Mientras se difundía el desprecio por la fe cristiana por parte de algunas corrientes de pensamiento que entonces eran dominantes, el Espíritu Santo suscitaba una renovación espiritual llena de fervor, con personalidades de alto nivel como la de Bérulle, san Vicente de Paúl, san Luis María Grignon de Montfort y san Juan Eudes. Esta gran "escuela francesa" de santidad tuvo también entre sus frutos a san Juan María Vianney. Por un misterioso designio de la Providencia, mi venerado predecesor, Pío XI, proclamó santos al mismo tiempo, el 31 de mayo de 1925, a Juan Eudes y al cura de Ars, ofreciendo a la Iglesia y al mundo entero dos extraordinarios ejemplos de santidad sacerdotal.
En el contexto del Año Sacerdotal, quiero detenerme a subrayar el celo apostólico de san Juan Eudes, en particular dirigido a la formación del clero diocesano. Los santos son la verdadera interpretación de la Sagrada Escritura. Los santos han verificado, en la experiencia de la vida, la verdad del Evangelio; de este modo, nos introducen en el conocimiento y en la compresión del Evangelio. El Concilio de Trento, en 1563, había emanado normas para la erección de los seminarios diocesanos y para la formación de los sacerdotes, pues el Concilio era consciente de que toda la crisis de la reforma estaba también condicionada por una insuficiente formación de los sacerdotes, que no estaban preparados de la manera adecuada para el sacerdocio, intelectual y espiritualmente, en el corazón y en el alma. Esto sucedía en 1563; pero dado que la aplicación y la realización de las normas llevaban tiempo, tanto en Alemania como en Francia, san Juan Eudes vio las consecuencias de este problema. Movido por la lúcida conciencia de la gran necesidad de ayuda espiritual que experimentaban las almas precisamente a causa de la incapacidad de gran parte del clero, el santo, que era párroco, instituyó una congregación dedicada de manera específica a la formación de los sacerdotes. En la ciudad universitaria de Caen, fundó el primer seminario, experiencia sumamente apreciada, que muy pronto se amplió a otras diócesis. El camino de santidad, que él recorrió y propuso a sus discípulos, tenía como fundamento una sólida confianza en el amor que Dios reveló a la humanidad en el Corazón sacerdotal de Cristo y en el Corazón maternal de María. En aquel tiempo de crueldad, de pérdida de interioridad, se dirigió al corazón para dejar en el corazón una palabra de los salmos muy bien interpretada por san Agustín. Quería recordar a las personas, a los hombres, y sobre todo a los futuros sacerdotes, el corazón, mostrando el Corazón sacerdotal de Cristo y el Corazón maternal de María. El sacerdote debe ser testigo y apóstol de este amor del Corazón de Cristo y de María.
También hoy se experimenta la necesidad de que los sacerdotes testimonien la infinita misericordia de Dios con una vida totalmente "conquistada" por Cristo, y aprendan esto desde los años de su formación en los seminarios. El Papa Juan Pablo II, después del Sínodo de 1990, emanó la exhortación apostólica Pastores dabo vobis, en la que retoma y actualiza las normas del Concilio de Trento y subraya sobre todo la necesaria continuidad entre el momento inicial y el permanente de la formación; para él, para nosotros, es un verdadero punto de partida para una auténtica reforma de la vida y del apostolado de los sacerdotes, y es también el punto central para que la "nueva evangelización" no sea simplemente un eslogan atractivo, sino que se traduzca en realidad. Los cimientos de la formación del seminario constituyen ese insustituible "humus spirituale" en el que es posible "aprender a Cristo", dejándose configurar progresivamente por Él, único Sumo Sacerdote y Buen Pastor. El tiempo del seminario debe ser visto, por tanto, como la actualización del momento en el que el Señor Jesús, después de haber llamado a los apóstoles y antes de enviarles a predicar, les pide que se queden con Él (Cf. Marcos 3,14). Cuando san Marcos narra la vocación de los doce apóstoles, nos dice que Jesús tenía un doble objetivo: el primero era que estuvieran con Él, el segundo que fueran enviados a predicar. Pero al ir siempre con Él, realmente anuncian a Cristo y llevan la realidad el Evangelio al mundo.
En este Año Sacerdotal os invito a rezar, queridos hermanos y hermanas, por los sacerdotes y por quienes se preparan a recibir el don extraordinario del sacerdocio ministerial. Concluyo dirigiendo a todos la exhortación de san Juan Eudes, que dice así a los sacerdotes: "Entregaros a Jesús para entrar en la inmensidad de su gran Corazón, que contiene el Corazón de su santa Madre y de todos los santos, y para perderos en este abismo de amor, de caridad, de misericordia, de humildad, de pureza, de paciencia, de sumisión y de santidad" (Coeur admirable, III, 2).
Con este espíritu, cantamos ahora juntos el Padrenuestro en latín.
[Al final de la audiencia, el Papa saludó a los peregrinos en varios idiomas. En español, dijo:]
Saludo a los peregrinos de lengua española. En particular a la Parroquia de San Nicolás de la Villa de Córdoba. Celebramos hoy la fiesta de san Juan Eudes, apóstol incansable de la devoción a los Sagrados Corazones de Jesús y María y entregado totalmente a la formación del clero diocesano. La adecuada preparación del sacerdote es el punto de partida de una auténtica reforma de la vida y del apostolado de los presbíteros. Durante este Año Sacerdotal, os invito a rezar por los sacerdotes para que configurándose cada vez más con Cristo, Buen Pastor, sean testigos en el mundo de la infinita misericordia de Dios. Muchas gracias.


Audiencia General del miércoles 14 de abril de 2010
sobre el sacerdote y el munus docendi


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano




Miércoles 14  de abril - 2010


 Ofrecemos la Audiencia General del miércoles 19 de abril de 2010, sobre el sacerdote y el munus docendi.

En este periodo pascual, que nos conduce a Pentecostés y que nos encamina también a las celebraciones de clausura de este Año Sacerdotal, programadas para el 9, 10 y 11 de junio próximo, quiero dedicar aún algunas reflexiones al tema del Ministerio ordenado, comentando la realidad fecunda de la configuración del sacerdote a Cristo Cabeza, en el ejercicio de los tria munera que recibe, es decir, de los tres oficios de enseñar, santificar y gobernar.

Para comprender lo que significa que el sacerdote actúa in persona Christi Capitis —en la persona de Cristo Cabeza—, y para entender también las consecuencias que derivan de la tarea de representar al Señor, especialmente en el ejercicio de estos tres oficios, es necesario aclarar ante todo lo que se entiende por «representar». El sacerdote representa a Cristo. ¿Qué quiere decir «representar» a alguien? En el lenguaje común generalmente quiere decir recibir una delegación de una persona para estar presente en su lugar, para hablar y actuar en su lugar, porque aquel que es representado está ausente de la acción concreta. Nos preguntamos: ¿El sacerdote representa al Señor de la misma forma? La respuesta es no, porque en la Iglesia Cristo no está nunca ausente; la Iglesia es su cuerpo vivo y la Cabeza de la Iglesia es él, presente y operante en ella. Cristo no está nunca ausente; al contrario, está presente de una forma totalmente libre de los límites del espacio y del tiempo, gracias al acontecimiento de la Resurrección, que contemplamos de modo especial en este tiempo de Pascua.
Por lo tanto, el sacerdote que actúa in persona Christi Capitis y en representación del Señor, no actúa nunca en nombre de un ausente, sino en la Persona misma de Cristo resucitado, que se hace presente con su acción realmente eficaz. Actúa realmente y realiza lo que el sacerdote no podría hacer: la consagración del vino y del pan para que sean realmente presencia del Señor, y la absolución de los pecados. El Señor hace presente su propia acción en la persona que realiza estos gestos. Estos tres oficios del sacerdote —que la Tradición ha identificado en las diversas palabras de misión del Señor: enseñar, santificar y gobernar— en su distinción y en su profunda unidad son una especificación de esta representación eficaz. Esas son en realidad las tres acciones de Cristo resucitado, el mismo que hoy en la Iglesia y en el mundo enseña y así crea fe, reúne a su pueblo, crea presencia de la verdad y construye realmente la comunión de la Iglesia universal; y santifica y guía.
El primer oficio del que quisiera hablar hoy es el munus docendi, es decir, el de enseñar. Hoy, en plena emergencia educativa, el munus docendi de la Iglesia, ejercido concretamente a través del ministerio de cada sacerdote, resulta particularmente importante. Vivimos en una gran confusión sobre las opciones fundamentales de nuestra vida y los interrogantes sobre qué es el mundo, de dónde viene, a dónde vamos, qué tenemos que hacer para realizar el bien, cómo debemos vivir, cuáles son los valores realmente pertinentes. Con respecto a todo esto existen muchas filosofías opuestas, que nacen y desaparecen, creando confusión sobre las decisiones fundamentales, sobre cómo vivir, porque normalmente ya no sabemos de qué y para qué hemos sido hechos y a dónde vamos. En esta situación se realiza la palabra del Señor, que tuvo compasión de la multitud porque eran como ovejas sin pastor (cf. Mc 6, 34). El Señor hizo esta constatación cuando vio los miles de personas que le seguían en el desierto porque, entre las diversas corrientes de aquel tiempo, ya no sabían cuál era el verdadero sentido de la Escritura, qué decía Dios. El Señor, movido por la compasión, interpretó la Palabra de Dios —él mismo es la Palabra de Dios—, y así dio una orientación. Esta es la función in persona Christi del sacerdote: hacer presente, en la confusión y en la desorientación de nuestro tiempo, la luz de la Palabra de Dios, la luz que es Cristo mismo en este mundo nuestro. Por tanto, el sacerdote no enseña ideas propias, una filosofía que él mismo se ha inventado, encontrado, o que le gusta; el sacerdote no habla por sí mismo, no habla para sí mismo, para crearse admiradores o un partido propio; no dice cosas propias, invenciones propias, sino que, en la confusión de todas las filosofías, el sacerdote enseña en nombre de Cristo presente, propone la verdad que es Cristo mismo, su palabra, su modo de vivir y de ir adelante. Para el sacerdote vale lo que Cristo dijo de sí mismo: «Mi doctrina no es mía» (Jn 7, 16); es decir, Cristo no se propone a sí mismo, sino que, como Hijo, es la voz, la Palabra del Padre. También el sacerdote siempre debe hablar y actuar así: «Mi doctrina no es mía, no propago mis ideas o lo que me gusta, sino que soy la boca y el corazón de Cristo, y hago presente esta doctrina única y común, que ha creado a la Iglesia universal y que crea vida eterna».
Este hecho, es decir, que el sacerdote no inventa, no crea ni proclama ideas propias en cuanto que la doctrina que anuncia no es suya, sino de Cristo, no significa, por otra parte, que sea neutro, casi como un portavoz que lee un texto que quizá no hace suyo. También en este caso vale el modelo de Cristo, que dijo: «Yo no vengo de mí mismo y no vivo para mí mismo, sino que vengo del Padre y vivo para el Padre». Por ello, en esta profunda identificación, la doctrina de Cristo es la del Padre y él mismo es uno con el Padre. El sacerdote que anuncia la palabra de Cristo, la fe de la Iglesia y no sus propias ideas, debe decir también: yo no vivo de mí y para mí, sino que vivo con Cristo y de Cristo, y por ello lo que Cristo nos ha dicho se convierte en mi palabra aunque no es mía. La vida del sacerdote debe identificarse con Cristo y, de esta forma, la palabra no propia se convierte, sin embargo, en una palabra profundamente personal. San Agustín, sobre este tema, hablando de los sacerdotes, dijo: «Y nosotros, ¿qué somos? Ministros (de Cristo), sus servidores; porque lo que os distribuimos no es nuestro, sino que lo sacamos de su reserva. Y también nosotros vivimos de ella, porque somos siervos como vosotros» (Discurso 229/e, 4).
La enseñanza que el sacerdote está llamado a ofrecer, las verdades de la fe, deben ser interiorizadas y vividas en un intenso camino espiritual personal, para que así realmente el sacerdote entre en una profunda comunión interior con Cristo mismo. El sacerdote cree, acoge y trata de vivir, ante todo como propio, lo que el Señor ha enseñado y la Iglesia ha transmitido, en el itinerario de identificación con el propio ministerio del que san Juan María Vianney es testigo ejemplar (cf.Carta para la convocatoria del Año sacerdotal). «Unidos en la misma caridad —afirma también san Agustín— todos somos oyentes de aquel que es para nosotros en el cielo el único Maestro» (Enarr. in Ps. 131, 1, 7).
La voz del sacerdote, en consecuencia, a menudo podría parecer una «voz que grita en el desierto» (Mc 1, 3), pero precisamente en esto consiste su fuerza profética: en no ser nunca homologado, ni homologable, a una cultura o mentalidad dominante, sino en mostrar la única novedad capaz de realizar una renovación auténtica y profunda del hombre, es decir, que Cristo es el Viviente, es el Dios cercano, el Dios que actúa en la vida y para la vida del mundo y nos da la verdad, la manera de vivir.
En la preparación esmerada de la predicación festiva, sin excluir la ferial, en el esfuerzo de formación catequética, en las escuelas, en las instituciones académicas y, de manera especial, a través del libro no escrito que es su propia vida, el sacerdote es siempre «docente», enseña. Pero no con la presunción de quien impone verdades propias, sino con la humilde y alegre certeza de quien ha encontrado la Verdad, ha sido aferrado y transformado por ella, y por eso no puede menos de anunciarla. De hecho, el sacerdocio nadie lo puede elegir para sí; no es una forma de alcanzar seguridad en la vida, de conquistar una posición social: nadie puede dárselo, ni buscarlo por sí mismo. El sacerdocio es respuesta a la llamada del Señor, a su voluntad, para ser anunciadores no de una verdad personal, sino de su verdad.
Queridos hermanos sacerdotes, el pueblo cristiano pide escuchar de nuestras enseñanzas la genuina doctrina eclesial, que les permita renovar el encuentro con Cristo que da la alegría, la paz, la salvación. La Sagrada Escritura, los escritos de los Padres y de los Doctores de la Iglesia, el Catecismo de la Iglesia católica constituyen, a este respecto, puntos de referencia imprescindibles en el ejercicio del munus docendi, tan esencial para la conversión, el camino de fe y la salvación de los hombres. «Ordenación sacerdotal significa: ser sumergidos (...) en la Verdad» (Homilía en la Misa Crismal, 9 de abril de 2009), esa Verdad que no es simplemente un concepto o un conjunto de ideas que transmitir y asimilar, sino que es la Persona de Cristo, con la cual, por la cual y en la cual vivir; así, necesariamente, nace también la actualidad y la comprensibilidad del anuncio. Sólo esta conciencia de una Verdad hecha Persona en la encarnación del Hijo justifica el mandato misionero: «Id por todo el mundo y proclamad la buena nueva a toda la creación» (Mc 16, 15). Sólo si es la Verdad está destinado a toda criatura, no es una imposición de algo, sino la apertura del corazón a aquello por lo que ha sido creado.
Queridos hermanos y hermanas, el Señor ha confiado a los sacerdotes una gran tarea: ser anunciadores de su Palabra, de la Verdad que salva; ser su voz en el mundo para llevar aquello que contribuye al verdadero bien de las almas y al auténtico camino de fe (cf. 1 Co 6, 12). Que san Juan María Vianney sea ejemplo para todos los sacerdotes. Era hombre de gran sabiduría y fortaleza heroica para resistir a las presiones culturales y sociales de su tiempo a fin de llevar las almas a Dios: sencillez, fidelidad e inmediatez eran las características esenciales de su predicación, transparencia de su fe y de su santidad. Así el pueblo cristiano quedaba edificado y, como sucede con los auténticos maestros de todos los tiempos, reconocía en él la luz de la Verdad. Reconocía en él, en definitiva, lo que siempre se debería reconocer en un sacerdote: la voz del buen Pastor.



Audiencia General del miércoles 3 de mayo de 2010
sobre el munus sanctificandi


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano





Miércoles 3  de mayo - 2010


Ofrecemos el discurso del Papa Benedicto XVI en la Audiencia General del miércoles 3 de mayo de 2010 sobre el munus sanctificandi del sacerdote.

El domingo pasado, en mi visita pastoral a Turín, tuve la alegría de estar en oración ante la Sábana Santa, uniéndome a los más de dos millones de peregrinos que han podido contemplarla durante la solemne ostensión de estos días. Ese lienzo sagrado puede nutrir y alimentar la fe, y reavivar la piedad cristiana, porque impulsa a ir al Rostro de Cristo, al Cuerpo del Cristo crucificado y resucitado, a contemplar el Misterio pascual, centro del mensaje cristiano. Del Cuerpo de Cristo resucitado, vivo y operante en la historia (cf. Rm 12, 5), nosotros, queridos hermanos y hermanas, somos miembros vivos, cada uno según la propia función, es decir, con la tarea que el Señor ha querido encomendarnos. Hoy, en esta catequesis, quiero volver a recordar las tareas específicas de los sacerdotes, que, según la tradición, son esencialmente tres: enseñar, santificar y gobernar. En una de las catequesis anteriores hablé sobre la primera de estas tres misiones: la enseñanza, el anuncio de la verdad, el anuncio del Dios revelado en Cristo, o —con otras palabras— la tarea profética de poner al hombre en contacto con la verdad, de ayudarlo a conocer lo esencial de su vida, de la realidad misma.
Hoy quiero reflexionar brevemente con vosotros en la segunda tarea que tiene el sacerdote, la de santificar a los hombres, sobre todo mediante los sacramentos y el culto de la Iglesia. Aquí, ante todo, debemos preguntarnos: ¿Qué significa la palabra «santo»? La respuesta es: «Santo» es la cualidad específica del ser de Dios, es decir, absoluta verdad, bondad, amor, belleza: luz pura. Santificar a una persona significa, por tanto, ponerla en contacto con Dios, con su ser luz, verdad, amor puro. Es obvio que esta relación transforma a la persona. En la antigüedad existía esta firme convicción: nadie puede ver a Dios sin morir en seguida. La fuerza de verdad y de luz es demasiado grande. Si el hombre toca esta corriente absoluta, no sobrevive. Por otra parte, también existía la convicción de que sin un mínimo contacto con Dios el hombre no puede vivir. Verdad, bondad, amor son condiciones fundamentales de su ser. La cuestión es: ¿Cómo puede el hombre encontrar ese contacto con Dios, que es fundamental, sin morir arrollado por la grandeza del ser divino? La fe de la Iglesia nos dice que Dios mismo crea este contacto, que nos transforma poco a poco en verdaderas imágenes de Dios.

Así llegamos de nuevo a la tarea del sacerdote de «santificar». Ningún hombre por sí mismo, partiendo de sus propias fuerzas, puede poner a otro en contacto con Dios. El don, la tarea de crear este contacto, es parte esencial de la gracia del sacerdocio. Esto se realiza en el anuncio de la Palabra de Dios, en la que su luz nos sale al encuentro. Se realiza de un modo particularmente denso en los sacramentos. La inmersión en el Misterio pascual de muerte y resurrección de Cristo acontece en el Bautismo, se refuerza en la Confirmación y en la Reconciliación, se alimenta en la Eucaristía, sacramento que edifica a la Iglesia como Pueblo de Dios, Cuerpo de Cristo, Templo del Espíritu Santo (cf. Juan Pablo II, Pastores gregis, 32). Por tanto, es Cristo mismo quien nos hace santos, es decir, nos atrae a la esfera de Dios. Pero como acto de su infinita misericordia llama a algunos a «estar» con él (cf. Mc 3, 14) y a convertirse, mediante el sacramento del Orden, pese a su pobreza humana, en partícipes de su mismo sacerdocio, ministros de esta santificación, dispensadores de sus misterios, «puentes» del encuentro con él, de su mediación entre Dios y los hombres, y entre los hombres y Dios (cf. Presbyterorum ordinis, 5).
En las últimas décadas ha habido tendencias orientadas a hacer prevalecer, en la identidad y la misión del sacerdote, la dimensión del anuncio, separándola de la de la santificación; con frecuencia se ha afirmado que sería necesario superar una pastoral meramente sacramental. Pero ¿es posible ejercer auténticamente el ministerio sacerdotal «superando» la pastoral sacramental? ¿Qué significa propiamente para los sacerdotes evangelizar? ¿En qué consiste el así llamado «primado del anuncio»? Como narran los Evangelios, Jesús afirma que el anuncio del reino de Dios es el objetivo de su misión; pero este anuncio no es sólo un «discurso», sino que incluye, al mismo tiempo, su mismo actuar; los signos, los milagros que Jesús realiza indican que el Reino viene como realidad presente y que coincide en última instancia con su persona, con el don de sí mismo, como hemos escuchado hoy en la liturgia del Evangelio. Y lo mismo vale para el ministro ordenado: él, el sacerdote, representa a Cristo, al Enviado del Padre, continúa su misión, mediante la «palabra» y el «sacramento», en esta totalidad de cuerpo y alma, de signo y palabra. San Agustín, en una carta al obispo Honorato de Thiabe, refiriéndose a los sacerdotes afirma: «Hagan, por tanto, los servidores de Cristo, los ministros de la palabra y del sacramento de él, lo que él mandó o permitió» (Epist.228, 2). Es necesario reflexionar si, en algunos casos, haber subestimado el ejercicio fiel del munus sanctificandi, no ha constituido quizá un debilitamiento de la fe misma en la eficacia salvífica de los sacramentos y, en definitiva, en el obrar actual de Cristo y de su Espíritu, a través de la Iglesia, en el mundo.
Por consiguiente, ¿quién salva al mundo y al hombre? La única respuesta que podemos dar es: Jesús de Nazaret, Señor y Cristo, crucificado y resucitado. Y ¿dónde se actualiza el Misterio de la muerte y resurrección de Cristo, que trae la salvación? En la acción de Cristo mediante la Iglesia, en particular en el sacramento de la Eucaristía, que hace presente la ofrenda sacrificial redentora del Hijo de Dios; en el sacramento de la Reconciliación, en el que de la muerte del pecado se vuelve a la vida nueva; y en cualquier otro acto sacramental de santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 5). Es importante, por tanto, promover una catequesis adecuada para ayudar a los fieles a comprender el valor de los sacramentos, pero asimismo es necesario, siguiendo el ejemplo del santo cura de Ars, ser generosos, estar disponibles y atentos para comunicar a los hermanos los tesoros de gracia que Dios ha puesto en nuestras manos, y de los cuales no somos «dueños», sino custodios y administradores. Sobre todo en nuestro tiempo, en el cual, por un lado, parece que la fe se va debilitando y, por otro, emergen una profunda necesidad y una búsqueda generalizada de espiritualidad, es preciso que todo sacerdote recuerde que en su misión el anuncio misionero y el culto y los sacramentos nunca van separados, y promueva una sana pastoral sacramental, para formar al pueblo de Dios y ayudarlo a vivir en plenitud la liturgia, el culto de la Iglesia, los sacramentos como dones gratuitos de Dios, actos libres y eficaces de su acción de salvación.
Como recordé en la santa Misa crismal de este año: «El sacramento es el centro del culto de la Iglesia. Sacramento significa, en primer lugar, que no somos los hombres los que hacemos algo, sino que es Dios el que se anticipa y viene a nuestro encuentro con su actuar, nos mira y nos conduce hacia él. (...) Dios nos toca por medio de realidades materiales (...) que él toma a su servicio, convirtiéndolas en instrumentos del encuentro entre nosotros y él mismo» (Misa crismal, 1 de abril de 2010: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 11 de abril de 2010, p. 2). La verdad según la cual en el sacramento «no somos los hombres los que hacemos algo» concierne, y debe concernir, también a la conciencia sacerdotal: cada presbítero sabe bien que es instrumento necesario para la acción salvífica de Dios, pero siempre instrumento. Esta conciencia debe llevar a ser humildes y generosos en la administración de los Sacramentos, en el respeto de las normas canónicas, pero también en la profunda convicción de que la propia misión es hacer que todos los hombres, unidos a Cristo, puedan ofrecerse como hostia viva y santa, agradable a Dios (cf. Rm 12, 1). San Juan María Vianney también es ejemplar acerca del primado del munus sanctificandi y de la correcta interpretación de la pastoral sacramental: Un día, frente a un hombre que decía que no tenía fe y deseaba discutir con él, el párroco respondió: «¡Oh Amigo mío!, vas mal encaminado, yo no sé razonar..., pero si necesitas consolación, ponte allí... (indicaba con su dedo el inexorable escabel [del confesionario]) y, créeme, muchos se han arrodillado allí antes que tú y no se han arrepentido» (cf. Monnin A., Il Curato d'Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Turín 1870, pp. 163-164).
Queridos sacerdotes, vivid con alegría y con amor la liturgia y el culto: es acción que Cristo resucitado realiza con la potencia del Espíritu Santo en nosotros, con nosotros y por nosotros. Quiero renovar la invitación que hice recientemente a «volver al confesionario, como lugar en el cual celebrar el sacramento de la Reconciliación, pero también como lugar en el que “habitar” más a menudo, para que el fiel pueda encontrar misericordia, consejo y consuelo, sentirse amado y comprendido por Dios y experimentar la presencia de la Misericordia divina, junto a la presencia real en la Eucaristía» (Discurso a la Penitenciaría apostólica, 11 de marzo de 2010:L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 14 de marzo de 2010, p. 5). Y también quiero invitar a todos los sacerdotes a celebrar y vivir con intensidad la Eucaristía, que está en el centro de la tarea de santificar; es Jesús que quiere estar con nosotros, vivir en nosotros, darse a sí mismo, mostrarnos la infinita misericordia y ternura de Dios; es el único Sacrificio de amor de Cristo que se hace presente, se realiza entre nosotros y llega hasta el trono de la Gracia, a la presencia de Dios, abraza a la humanidad y nos une a él (cf. Discurso al clero de Roma, 18 de febrero de 2010). Y el sacerdote está llamado a ser ministro de este gran Misterio, en el sacramento y en la vida. Aunque «la gran tradición eclesial con razón ha desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, salvaguardando así adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles», eso no quita nada «a la necesaria, más aún, indispensable tensión hacia la perfección moral, que debe existir en todo corazón auténticamente sacerdotal»: el pueblo de Dios espera de sus pastores también un ejemplo de fe y un testimonio de santidad (cf.Discurso a la plenaria de la Congregación para el clero, 16 de marzo de 2009: L'Osservatore Romano, edición en lengua española, 20 de marzo de 2009, p. 5). En la celebración de los santos misterios es donde el sacerdote encuentra la raíz de su santificación (cf. Presbyterorum ordinis, 12-13).
Queridos amigos, sed conscientes del gran don que los sacerdotes constituyen para la Iglesia y para el mundo; mediante su ministerio, el Señor sigue salvando a los hombres, haciéndose presente, santificando. Estad agradecidos a Dios, y sobre todo estad cerca de vuestros sacerdotes con la oración y con el apoyo, especialmente en las dificultades, a fin de que sean cada vez más pastores según el corazón de Dios. Muchas gracias.


Audiencia General del miércoles 26 de mayo de 2010
sobre la misión de gobernar del sacerdote como servicio a la comunidad


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano




Miércoles 26  de mayo - 2010


 Audiencia General del miércoles 26 de mayo de 2010 sobre la misión de gobernar del sacerdote como servicio a la comunidad.

El Año Sacerdotal llega a su fin; por eso he empezado en las últimas catequesis a hablar sobre tareas esenciales del sacerdote, es decir: enseñar, santificar y gobernar. Ya he dado dos catequesis: una sobre el ministerio de la santificación, sobre todo los Sacramentos, y otra sobre la enseñanza. Por tanto, me queda hoy hablar sobre la misión del sacerdote de gobernar, de guiar, con la autoridad de Cristo, no con la propia, la porción del Pueblo que Dios le ha confiado.

¿Cómo comprender en la cultura contemporánea una dimensión así, que implica el concepto de autoridad y tiene su origen en el mismo mandato del Señor de apacentar su grey? ¿Qué es realmente, para nosotros los cristianos, la autoridad? Las experiencias culturales, políticas e históricas del pasado reciente, sobre todo las dictaduras en la Europa del Este y del Oeste en el siglo XX, han hecho al hombre contemporáneo sospechar de este concepto. Una sospecha que, a menudo, se traduce en considerar necesario el abandono de toda autoridad, que no venga exclusivamente de los hombres y esté ante ellos, controlada por ellos. Pero precisamente la mirada a los regímenes que, en el siglo pasado, sembraron terror y muerte, recuerda con fuerza que la autoridad, en todo ámbito, cuando se ejercita sin una referencia a lo Trascendente, si prescinde de la Autoridad suprema, que es Dios, acaba inevitablemente volviéndose contra el hombre. Es importante entonces reconocer que la autoridad humana nunca es un fin, sino siempre y sólo un medio y que, necesariamente y en toda época, el fin es siempre la persona, creada por Dios con su propia dignidad intangible y llamada a relacionarse con su propio Creador, en el camino terreno de la existencia y en la vida eterna; es una autoridad ejercitada en la responsabilidad ante Dios, el Creador. Una autoridad entendida así, que tiene como único objetivo servir al verdadero bien de la persona y ser transparencia del único Sumo Bien que es Dios, no sólo no es extraña a los hombres, sino, al contrario, es una preciosa ayuda en el camino hacia la plena realización en Cristo, hacia la salvación.
La Iglesia está llamada y se compromete a ejercitar este tipo de autoridad que es servicio, y la ejercita no a título propio, sino en el nombre de Jesucristo, que ha recibido del Padre todo poder en el Cielo y en la tierra (cf Mt 28,18). A través de los Pastores de la Iglesia, de hecho, Cristo apacienta a su grey: es Él quien la guía, la protege, la corrige, porque la ama profundamente. Pero el Señor Jesús, Pastor supremo de nuestras almas, ha querido que el Colegio Apostólico, hoy los Obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, y los sacerdotes, sus más preciosos colaboradores, participaran en esta misión suya de cuidar del Pueblo de Dios, de ser educadores en la fe, orientando, animando y sosteniendo a la comunidad cristiana, o, como dice el Concilio, “cuidando, sobre todo, de que cada uno de los fieles sea guiado en el Espíritu Santo a vivir según el Evangelio su propia vocación, a practicar una caridad sincera y de obras y a ejercitar esa libertad con la que Cristo nos ha liberado (Presbyterorum Ordinis, 6). Todo Pastor, por tanto, es el medio a través del cual Cristo mismo ama a los hombres: mediante su ministerio -queridos sacerdotes- a través de nosotros el Señor reúne las almas, las instruye, las custodia, las guía. San Agustín, en su Comentario al Evangelio de san Juan, dice: “Sea por tanto compromiso de amor apacentar la grey del Señor” (123,5); ésta es la norma suprema de conducta de los ministros de Dios, un amor incondicional, como el del Buen Pastor, lleno de alegría, abierto a todos, atento a los cercanos y a los alejados (cf S. Agustín, Discurso 340, 1;Discurso 46, 15), delicado con los más débiles, los pequeños, los sencillos, los pecadores, para manifestar la infinita misericordia de Dios con las palabras tranquilizadoras de la esperanza (cf Id., Carta 95,1).
Aunque esa tarea pastoral está basada en el Sacramento, su eficacia no es independiente de la existencia personal del presbítero. Para ser Pastor según el corazón de Dios (cf Jr 3,15) es necesario un profundo arraigo en la viva amistad con Cristo, no sólo de la inteligencia, sino también de la libertad y de la voluntad, una clara conciencia de la identidad recibida en la Ordenación Sacerdotal, una disponibilidad incondicional a conducir a la grey confiada allá donde el Señor quiere y no en la dirección que, aparentemente, para más conveniente o más fácil. Esto requiere, en primer lugar, la continua y progresiva disponibilidad para dejar que Cristo mismo gobierne la existencia sacerdotal de los presbíteros. De hecho, nadie es capaz de apacentar la grey de Cristo, si no vive una profunda y real obediencia a Cristo y a la Iglesia, y la misma docilidad del Pueblo a sus sacerdotes depende de la docilidad de los sacerdotes a Cristo; por eso, en la base del ministerio pastoral está siempre el encuentro personal y constante con el Señor, el conocimiento profundo de Él, el conformar la propia voluntad a la voluntad de Cristo.
En las últimas décadas, se ha utilizado a menudo el adjetivo “pastoral” casi en oposición al concepto de “jerárquico”, así como, en la misma contraposición, se ha interpretado también la idea de “comunión”. Y quizás en este punto puede ser útil una breve observación sobre la palabra “jerarquía”, que es la designación tradicional de la estructura de autoridad sacramental en la Iglesia, ordenada según los tres niveles del Sacramento del orden, episcopado, presbiterado, diaconado. En la opinión pública prevalece, en esta realidad “jerarquía”, el elemento de subordinación y el elemento jurídico: por eso a muchos la idea de jerarquía les parece en contraste con la flexibilidad y la vitalidad del sentido pastoral y también contraria a la humildad del Evangelio. Pero éste es un sentido mal entendido de la jerarquía, históricamente también causado por abusos de autoridad y de hacer carrera, que son precisamente abusos y no derivan del ser mismo de la realidad “jerarquía”. La opinión común es que “jerarquía” es siempre algo ligado al dominio y así no correspondiente al verdadero sentido de la Iglesia, de la unidad en el amor de Cristo. Pero, como he dicho, ésta es una interpretación errónea, que tiene su origen en abusos de la historia, pero no responde al verdadero significado de lo que es la jerarquía. Empecemos por la palabra. Generalmente, se dice que el significado de la palabra jerarquía sería “sagrado dominio”, pero el verdadero significado no es éste, es “sagrado origen”, es decir: esta autoridad no viene del hombre mismo, sino que tiene su origen en lo sagrado, en el Sacramento; somete por tanto la persona a la vocación, al misterio de Cristo, hace del individuo un servidor de Cristo y sólo en cuanto siervo de Cristo éste puede gobernar, guiar por Cristo y con Cristo. Por eso quien entra en el sagrado Orden del Sacramento, la “jerarquía”, no es un autócrata, sino que entra en un lazo nuevo de obediencia a Cristo: está ligado a Él en comunión con los demás miembros del Orden sagrado, del Sacerdocio. Y tampoco el Papa -punto de referencia de todos los demás Pastores y de la comunión de la Iglesia- puede hacer lo que quiera; al contrario, el Papa es custodio de la obediencia a Cristo, a su palabra resumida en la regula fidei, en el Credo de la Iglesia, y debe preceder en la obediencia a Cristo y a su Iglesia. Jerarquía implica por tanto un triple lazo: primero de todo el que le une con Cristo y con el orden dado por el Señor a su Iglesia; después el lazo con los demás Pastores en la única comunión de la Iglesia; y, finalmente, el lazo con los fieles confiados al individuo, en el orden de la Iglesia.
Por tanto, se entiende que comunión y jerarquía no son contrarias una de la otra, sino que se condicionan. Son juntas una sola cosa (comunión jerárquica). El Pastor es por tanto propiamente tal guiando y custodiando a la grey, y a veces impidiendo que se disperse. Sin una visión claramente y explícitamente sobrenatural, no es comprensible la tarea de gobernar propia de los sacerdotes. Ésta, en cambio, sostenida por el verdadero amor por la salvación de cada uno de los fieles, es particularmente preciosa y necesaria también en nuestro tiempo. Si el fin es llevar el anuncio de Cristo y conducir a los hombres al encuentro salvífico con Él para que tengan la vida, la tarea de guiar se configura como un servicio vivido en una donación total para la edificación de la grey en la verdad y en la santidad, a menudo yendo a contracorriente y recordando que el más grande debe hacerse como el más pequeño, y el que gobierna, como el que sirve (cf Lumen gentium, 27).
¿Dónde puede encontrar hoy un sacerdote la fuerza para tal ejercicio del propio ministerio, en la plena fidelidad a Cristo y a la Iglesia, con una dedicación total a la grey? La respuesta es sólo una: en Cristo Señor. La manera de gobernar de Jesús no es la del dominio, sino es el humilde y amoroso servicio del Lavatorio de los pies, y la realeza de Cristo sobre el universo no es un triunfo terreno, sino que encuentra su culmen en el leño de la Cruz, que se convierte en juicio para el mundo y punto de referencia para el ejercicio de una autoridad que sea verdadera expresión de la caridad pastoral. Los santos, y entre ellos san Juan María Vianney, han ejercitado con amor y dedicación la tarea de cuidar la porción del Pueblo de Dios a ellos confiada, mostrando también ser hombres fuertes y determinados, con el único objetivo de promover el verdadero bien de las almas, capaces de pagar en persona, hasta el martirio, para permanecer fieles a la verdad y a la justicia del Evangelio.
Queridos sacerdotes, “apacentad la grey de Dios que os está encomendada, vigilando, no forzados sino voluntariamente (···), siendo modelos de la grey (1 P 5,2). Por tanto, no tengáis miedo de guiar a Cristo a cada uno de los hermanos que Él os ha confiado, seguros de que cada palabra y cada actitud, si descienden de la obediencia a la voluntad de Dios, traerán fruto; sabed vivir apreciando los méritos y reconociendo los límites de la cultura en la que estamos insertos, con la firme certeza de que el anuncio del Evangelio es el mayor servicio que se puede hacer al hombre. No hay, de hecho, bien más grande, en esta vida terrena, que conducir a los hombres a Dios, avivar la fe, levantar al hombre de la inercia y de la desesperación, dar la esperanza de que Dios está cerca y guía la historia personal y del mundo: éste, en definitiva, es el sentido profundo y último de la tarea de gobernar que el Señor nos ha confiado. Se trata de formar a Cristo en los creyentes, a través de ese proceso de santificación que es conversión de los criterios, de la escala de valores, de las actitudes, para dejar que Cristo viva en cada fiel. San Pablo resume así su acción pastoral: “hijos míos, por quienes sufro de nuevo dolores de parte hasta ver a Cristo formado en vosotros” (Gal 4, 19).
Queridos hermanos y hermanas, querría invitaros a rezar por mí, Sucesor de Pedro, que tengo una tarea específica en el gobierno de la Iglesia de Cristo, así como por todos vuestros Obispos y sacerdotes. Rezad para que sepamos cuidar de todas las ovejas, también las perdidas, de la grey confiada a nosotros. A vosotros, queridos sacerdotes, dirijo una cordial invitación a las Celebraciones conclusivas del Año Sacerdotal, los próximos 9, 10 y 11 de junio, aquí en Roma: meditaremos sobre la conversión y sobre la misión, sobre el don del Espíritu Santo y sobre la relación con María Santísima, y renovaremos nuestras promesas sacerdotales, apoyados por todo el Pueblo de Dios. ¡Gracias!