Vaticano

Carta de Benedicto XVI
a los seminaristas de todo el mundo
día en que la Iglesia recuerda a San Lucas el evangelista y tras la conclusión del Año Sacerdotal
2009-2010





Vaticano




18 de Octubre de 2010



Queridos seminaristas:

En diciembre de 1944, cuando me llamaron al servicio militar, el comandante de la compañía nos preguntó a cada uno qué queríamos ser en el futuro. Respondí que quería ser sacerdote católico. El subteniente replicó: Entonces tiene usted que buscarse otra cosa. En la nueva Alemania ya no hay necesidad de curas. Yo sabía que esta "nueva Alemania" estaba llegando a su fin y, que después de las devastaciones tan enormes que aquella locura había traído al País, habría más que nunca necesidad de sacerdotes. Hoy la situación es completamente distinta. Pero también ahora hay mucha gente que, de una u otra forma, piensa que el sacerdocio católico no es una "profesión" con futuro, sino que pertenece más bien al pasado. Vosotros, queridos amigos, habéis decidido entrar en el seminario y, por tanto, os habéis puesto en camino hacia el ministerio sacerdotal en la Iglesia católica, en contra de estas objeciones y opiniones. Habéis hecho bien. Porque los hombres, también en la época del dominio tecnológico del mundo y de la globalización, seguirán teniendo necesidad de Dios, del Dios manifestado en Jesucristo y que nos reúne en la Iglesia universal, para aprender con Él y por medio de Él la vida verdadera, y tener presentes y operativos los criterios de una humanidad verdadera. Donde el hombre ya no percibe a Dios, la vida se queda vacía; todo es insuficiente. El hombre busca después refugio en el alcohol o en la violencia, que cada vez amenaza más a la juventud. Dios está vivo. Nos ha creado y, por tanto, nos conoce a todos. Es tan grande que tiene tiempo para nuestras pequeñas cosas: "Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados". Dios está vivo, y necesita hombres que vivan para Él y que lo lleven a los demás. Sí, tiene sentido ser sacerdote: el mundo, mientras exista, necesita sacerdotes y pastores, hoy, mañana y siempre.
El seminario es una comunidad en camino hacia el servicio sacerdotal. Con esto, ya he dicho algo muy importante: no se llega a ser sacerdote solo. Hace falta la "comunidad de discípulos", el grupo de los que quieren servir a la Iglesia de todos. Con esta carta quisiera poner de relieve -mirando también hacia atrás, a mis días en el seminario- algunos elementos importantes para estos años en los que os encontráis en camino.
1. Quien quiera ser sacerdote debe ser sobre todo un "hombre de Dios", como lo describe san Pablo (1 Tm 6,11). Para nosotros, Dios no es una hipótesis lejana, no es un desconocido que se ha retirado después del "big bang". Dios se ha manifestado en Jesucristo. En el rostro de Jesucristo vemos el rostro de Dios. En sus palabras escuchamos al mismo Dios que nos habla. Por eso, lo más importante en el camino hacia el sacerdocio, y durante toda la vida sacerdotal, es la relación personal con Dios en Jesucristo. El sacerdote no es el administrador de una asociación, que intenta mantenerla e incrementar el número de sus miembros. Es el mensajero de Dios entre los hombres. Quiere llevarlos a Dios, y que así crezca la comunión entre ellos. Por esto, queridos amigos, es tan importante que aprendáis a vivir en contacto permanente con Dios. Cuando el Señor dice: "Orad en todo momento", lógicamente no nos está pidiendo que recitemos continuamente oraciones, sino que nunca perdamos el trato interior con Dios. Ejercitarse en este trato es el sentido de nuestra oración. Por esto es importante que el día se inicie y concluya con la oración. Que escuchemos a Dios en la lectura de la Escritura. Que le contemos nuestros deseos y esperanzas, nuestras alegrías y sufrimientos, nuestros errores y nuestra gratitud por todo lo bueno y bello, y que de esta manera esté siempre ante nuestros ojos como punto de referencia en nuestra vida. Así nos hacemos más sensibles a nuestros errores y aprendemos a esforzarnos por mejorar; pero, además, nos hacemos más sensibles a todo lo hermoso y bueno que recibimos cada día como si fuera algo obvio, y crece nuestra gratitud. Y con la gratitud aumenta la alegría porque Dios está cerca de nosotros y podemos servirlo.
2. Para nosotros, Dios no es sólo una palabra. En los sacramentos, Él se nos da en persona, a través de realidades corporales. La Eucaristía es el centro de nuestra relación con Dios y de la configuración de nuestra vida. Celebrarla con participación interior y encontrar de esta manera a Cristo en persona, debe ser el centro de cada una de nuestras jornadas. San Cipriano ha interpretado la petición del Evangelio: "Danos hoy nuestro pan de cada día", diciendo, entre otras cosas, que "nuestro" pan, el pan que como cristianos recibimos en la Iglesia, es el mismo Señor Sacramentado. En la petición del Padrenuestro pedimos, por tanto, que Él nos dé cada día este pan "nuestro"; que éste sea siempre el alimento de nuestra vida. Que Cristo resucitado, que se nos da en la Eucaristía, modele de verdad toda nuestra vida con el esplendor de su amor divino. Para celebrar bien la Eucaristía, es necesario también que aprendamos a conocer, entender y amar la liturgia de la Iglesia en su expresión concreta. En la liturgia rezamos con los fieles de todos los tiempos: pasado, presente y futuro se suman a un único y gran coro de oración. Por mi experiencia personal puedo afirmar que es entusiasmante aprender a entender poco a poco cómo todo esto ha ido creciendo, cuánta experiencia de fe hay en la estructura de la liturgia de la Misa, cuántas generaciones con su oración la han ido formando.
3. También es importante el sacramento de la Penitencia. Me enseña a mirarme con los ojos de Dios, y me obliga a ser honesto conmigo mismo. Me lleva a la humildad. El Cura de Ars dijo en una ocasión: Pensáis que no tiene sentido recibir la absolución hoy, sabiendo que mañana cometeréis nuevamente los mismos pecados. Pero -nos dice- Dios mismo olvida en ese momento los pecados de mañana, para daros su gracia hoy. Aunque tengamos que combatir continuamente los mismos errores, es importante luchar contra el ofuscamiento del alma y la indiferencia que se resigna ante el hecho de que somos así. Es importante mantenerse en camino, sin ser escrupulosos, teniendo conciencia agradecida de que Dios siempre está dispuesto al perdón. Pero también sin la indiferencia, que nos hace abandonar la lucha por la santidad y la superación. Cuando recibo el perdón, aprendo también a perdonar a los demás. Reconociendo mi miseria, llego también a ser más tolerante y comprensivo con las debilidades del prójimo.
4. Sabed apreciar también la piedad popular, que es diferente en las diversas culturas, pero que a fin de cuentas es también muy parecida, pues el corazón del hombre después de todo es el mismo. Es cierto que la piedad popular puede derivar hacia lo irracional y quizás también quedarse en lo externo. Sin embargo, excluirla es completamente erróneo. A través de ella, la fe ha entrado en el corazón de los hombres, formando parte de sus sentimientos, costumbres, sentir y vivir común. Por eso, la piedad popular es un gran patrimonio de la Iglesia. La fe se ha hecho carne y sangre. Ciertamente, la piedad popular tiene siempre que purificarse y apuntar al centro, pero merece todo nuestro aprecio, y hace que nosotros mismos nos integremos plenamente en el "Pueblo de Dios".
5. El tiempo en el seminario es también, y sobre todo, tiempo de estudio. La fe cristiana tiene una dimensión racional e intelectual esencial. Sin esta dimensión no sería ella misma. Pablo habla de un "modelo de doctrina", a la que fuimos entregados en el bautismo (Rm 6,17). Todos conocéis las palabras de san Pedro, consideradas por los teólogos medievales como justificación de una teología racional y elaborada científicamente: "Estad siempre prontos para dar razón (logos) de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere" (1 P 3,15). Una de las tareas principales de los años de seminario es capacitaros para dar dichas razones. Os ruego encarecidamente: Estudiad con tesón. Aprovechad los años de estudio. No os arrepentiréis. Es verdad que a veces las materias de estudio parecen muy lejanas de la vida cristiana real y de la atención pastoral. Sin embargo, es un gran error plantear de entrada la cuestión en clave pragmática: ¿Me servirá esto para el futuro? ¿Me será de utilidad práctica, pastoral? Desde luego no se trata solamente de aprender las cosas meramente prácticas, sino de conocer y comprender la estructura interna de la fe en su totalidad, de manera que se convierta en una respuesta a las preguntas de los hombres, que aunque aparentemente cambian en cada generación, en el fondo son las mismas. Por eso, es importante ir más allá de las cuestiones coyunturales para captar cuáles son precisamente las verdaderas preguntas y poder entender también así las respuestas como auténticas repuestas. Es importante conocer a fondo la Sagrada Escritura en su totalidad, en su unidad entre Antiguo y Nuevo Testamento: la formación de los textos, su peculiaridad literaria, la composición gradual de los mismos hasta formar el canon de los libros sagrados, la unidad de su dinámica interna que no se aprecia a primera vista, pero que es la única que da sentido pleno a cada uno de los textos. Es importante conocer a los Padres y los grandes Concilios, en los que la Iglesia ha asimilado, reflexionando y creyendo, las afirmaciones esenciales de la Escritura. Podría continuar en este sentido: llamamos dogmática a la comprensión de cada uno de los contenidos de la fe en su unidad, o mejor, en su simplicidad última: cada detalle particular, en definitiva, desarrolla la fe en el único Dios, que se manifestó y que sigue manifestándose. No es necesario que diga expresamente lo necesario que es estudiar las cuestiones esenciales de la teología moral y de la doctrina social de la Iglesia. Es evidente la importancia que tiene hoy la teología ecuménica, conocer las diversas comunidades cristianas; es igualmente necesario una orientación fundamental sobre las grandes religiones y, sobre todo, la filosofía: la comprensión de la búsqueda y de las preguntas del hombre, a las que la fe quiere dar respuesta. Pero también aprended a comprender y -me atrevo a decir- a valorar el derecho canónico por su necesidad intrínseca y por su aplicación práctica: una sociedad sin derecho sería una sociedad carente de derechos. El derecho es una condición del amor. Prefiero no continuar enumerando más cosas, pero sí deseo deciros una vez más: amad el estudio de la teología y continuadlo con especial sensibilidad, para anclar la teología en la comunidad viva de la Iglesia que, con su autoridad, no es un polo opuesto a la ciencia teológica, sino su presupuesto. Sin la Iglesia que cree, la teología deja de ser ella misma y se convierte en un conjunto de disciplinas diversas sin unidad interior.
6. Los años de seminario deben ser también un periodo de maduración humana. Para el sacerdote, que deberá acompañar a otros en el camino de la vida y hasta el momento de la muerte, es importante que haya conseguido un equilibrio justo entre corazón y mente, razón y sentimiento, cuerpo y alma, y que sea humanamente "íntegro". La tradición cristiana siempre ha unido las "virtudes teologales" con las "virtudes cardinales", que brotan de la experiencia humana y de la filosofía, y ha tenido en cuenta la sana tradición ética de la humanidad. Pablo dice a los Filipenses de manera muy clara: "Finalmente, hermanos, todo lo que es verdadero, noble, justo, puro, amable, laudable, todo lo que es virtud o mérito, tenedlo en cuenta" (4,8). En este contexto, se sitúa también la integración de la sexualidad en el conjunto de la personalidad. La sexualidad es un don del Creador, pero también una tarea que tiene que ver con el desarrollo del ser humano. Cuando no se integra en la persona, la sexualidad se convierte en algo banal y destructivo. En nuestra sociedad actual se ven muchos ejemplos de esto. Recientemente, hemos constatado con gran dolor que algunos sacerdotes han desfigurado su ministerio al abusar sexualmente de niños y jóvenes. En lugar de llevar a las personas a una madurez humana y ser un ejemplo para ellos, han provocado con sus abusos un daño que nos causa profundo dolor y disgusto. Debido a todo esto, muchos podrán preguntarse, quizás también vosotros, si vale la pena ser sacerdote; si es sensato encaminar la vida por el celibato. Sin embargo, estos abusos, que son absolutamente reprobables, no pueden desacreditar la misión sacerdotal, que conserva toda su grandeza y dignidad. Gracias a Dios, todos conocemos sacerdotes convincentes, forjados por su fe, que dan testimonio de cómo en este estado, en la vida celibataria, se puede vivir una humanidad auténtica, pura y madura. Pero lo que ha ocurrido, nos debe hacer más vigilantes y atentos, examinándonos cuidadosamente a nosotros mismos, delante de Dios, en el camino hacia el sacerdocio, para ver si es ésta su voluntad para mí. Es tarea de los confesores y de vuestros superiores acompañaros y ayudaros en este proceso de discernimiento. Un elemento esencial de vuestro camino es practicar las virtudes humanas fundamentales, con la mirada puesta en Dios manifestado en Cristo, dejándonos purificar por Él continuamente.
7. En la actualidad, los comienzos de la vocación sacerdotal son más variados y diversos que en el pasado. Con frecuencia, se toma la decisión por el sacerdocio en el ejercicio de alguna profesión secular. A menudo, surge en las comunidades, especialmente en los movimientos, que propician un encuentro comunitario con Cristo y con su Iglesia, una experiencia espiritual y la alegría en el servicio de la fe. La decisión también madura en encuentros totalmente personales con la grandeza y la miseria del ser humano. De este modo, los candidatos al sacerdocio proceden con frecuencia de ámbitos espirituales completamente diversos. Puede que sea difícil reconocer los elementos comunes del futuro enviado y de su itinerario espiritual. Precisamente, por eso, el seminario es importante como comunidad en camino por encima de las diversas formas de espiritualidad. Los movimientos son una cosa magnífica. Sabéis bien cuánto los aprecio y quiero como don del Espíritu Santo a la Iglesia. Sin embargo, se han de valorar según su apertura a la común realidad católica, a la vida de la única y común Iglesia de Cristo, que en su diversidad es, en definitiva, una sola. El seminario es el periodo en el que uno aprende con los otros y de los otros. En la convivencia, quizás a veces difícil, debéis asimilar la generosidad y la tolerancia, no simplemente soportándoos mutuamente, sino enriqueciéndoos unos a otros, de modo que cada uno pueda aportar sus cualidades particulares al conjunto, mientras todos servís a la misma Iglesia, al mismo Señor. Ser escuela de tolerancia, más aún, de aceptarse y comprenderse en la unidad del Cuerpo de Cristo, es otro elemento importante de los años de seminario.
Queridos seminaristas, con estas líneas he querido mostraros lo mucho que pienso en vosotros, especialmente en estos tiempos difíciles, y lo cerca que os tengo en la oración. Rezad también por mí, para que pueda desempeñar bien mi servicio, hasta que el Señor quiera. Confío vuestro camino de preparación al sacerdocio a la maternal protección de María Santísima, cuya casa fue escuela de bien y de gracia. A todos os bendiga Dios omnipotente, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Vaticano, 18 de octubre de 2010, Fiesta de San Lucas, evangelista.
Vuestro en el Señor
BENEDICTUS PP. XVI 


Benedicto XVI
Ángelus al final de la misa de clausura del Año Sacerdotal


Vaticano




Plaza de San Pedro, domingo 13 de junio - 2010




Queridos hermanos y hermanas:

En los días pasados ha concluido el Año sacerdotal. Aquí, en Roma, hemos vivido días inolvidables, con la presencia de más de quince mil sacerdotes de todas las partes del mundo. Por eso, hoy deseo dar gracias a Dios por todos los beneficios que este Año ha producido a la Iglesia universal. Nadie podrá medirlos nunca, pero ciertamente ya se ven sus frutos y se verán todavía más.
El Año sacerdotal concluyó en la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, que tradicionalmente es la «jornada de santificación sacerdotal»; esta vez lo ha sido de manera especial. En efecto, queridos amigos, el sacerdote es un don del Corazón de Cristo: un don para la Iglesia y para el mundo. Del Corazón del Hijo de Dios, desbordante de caridad, proceden todos los bienes de la Iglesia y en él tiene su origen de modo especial la vocación de aquellos hombres que, conquistados por el Señor Jesús, lo dejan todo para dedicarse completamente al servicio del pueblo cristiano, siguiendo el ejemplo del Buen Pastor.
El sacerdote es plasmado por la misma caridad de Cristo, por el amor que lo impulsó a dar la vida por sus amigos y también a perdonar a sus enemigos. Por eso los sacerdotes son los primeros obreros de la civilización del amor.
Y en este momento pienso en numerosos modelos de sacerdotes, conocidos y menos conocidos, algunos elevados al honor de los altares, y en otros cuyo recuerdo permanece indeleble en los fieles, quizá en una pequeña comunidad parroquial. Como sucedió en Ars, la aldea de Francia donde desempeñó su ministerio san Juan María Vianney. No hace falta añadir nada a lo que ya se ha dicho en los meses pasados. Pero su intercesión nos debe seguir acompañando aún más de ahora en adelante. Que su oración, su «Acto de amor», que tantas veces hemos recitado durante este Año sacerdotal, continúe alimentando nuestro coloquio con Dios.
Quiero recordar otro ejemplo: el padre Jerzy Popiełuszko, sacerdote y mártir, que fue proclamado beato precisamente el domingo pasado en Varsovia. Desempeñó su generoso y valiente ministerio junto a quienes se comprometían por la liberad, por la defensa de la vida y de su dignidad. Esta obra al servicio del bien y de la verdad era un signo de contradicción para el régimen que entonces gobernaba en Polonia. El amor del Corazón de Jesús lo llevó a dar la vida, y su testimonio ha sido semilla de una nueva primavera en la Iglesia y en la sociedad. Si analizamos la historia, podemos observar cuántas páginas de auténtica renovación espiritual y social han sido escritas con la contribución decisiva de sacerdotes católicos, movidos sólo por el celo por el Evangelio y por el hombre, por su auténtica libertad, religiosa y civil. ¡Cuántas iniciativas de promoción humana integral se han puesto en marcha por la intuición de un corazón sacerdotal!
Queridos hermanos y hermanas, encomendemos al Corazón Inmaculado de María, cuya memoria litúrgica celebramos ayer, a todos los sacerdotes del mundo para que, con la fuerza del Evangelio, sigan construyendo en todas partes la civilización del amor.


Después del Ángelus
Esta mañana, en Eslovenia, el cardenal Bertone, como legado mío, presidió la celebración conclusiva del Congreso eucarístico nacional, en la que proclamó beato al joven mártir Lojze Grozde. Era particularmente devoto de la Eucaristía, que alimentaba su fe inquebrantable, su capacidad de sacrificio por la salvación de las almas y su apostolado por la Acción Católica para llevar a los demás jóvenes a Cristo.
Ayer, en España, fue beatificado Manuel Lozano Garrido, laico y periodista; a pesar de la enfermedad y la invalidez trabajó con espíritu cristiano y con fruto en el campo de la comunicación social. Precisamente en esta diócesis andaluza [de Jaén], y en concreto en la ciudad de Linares, tuvo lugar ayer la beatificación de Manuel Lozano Garrido, fiel laico que supo irradiar con su ejemplo y sus escritos el amor a Dios, incluso entre las dolencias que lo tuvieron sujeto a una silla de ruedas durante casi veintiocho años. Al final de su vida perdió también la vista, pero siguió ganando los corazones para Cristo con su alegría serena y su fe inquebrantable. Los periodistas podrán encontrar en él un testimonio elocuente del bien que se puede hacer cuando la pluma refleja la grandeza del alma y se pone al servicio de la verdad y las causas nobles.


Homilía de Benedicto XVI al clausurar del Año Sacerdotal

2009 - 2010



“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano






Viernes 11 de junio - 2010


Fiesta del Sagrado Corazón de Jesús
Plaza de San Pedro


Queridos hermanos en el ministerio sacerdotal,
queridos hermanos y hermanas:

El Año Sacerdotal que hemos celebrado, 150 años después de la muerte del santo Cura de Ars, modelo del ministerio sacerdotal en nuestros días, llega a su fin. Nos hemos dejado guiar por el Cura de Ars para comprender de nuevo la grandeza y la belleza del ministerio sacerdotal. El sacerdote no es simplemente alguien que detenta un oficio, como aquellos que toda sociedad necesita para que puedan cumplirse en ella ciertas funciones. Por el contrario, el sacerdote hace lo que ningún ser humano puede hacer por sí mismo: pronunciar en nombre de Cristo la palabra de absolución de nuestros pecados, cambiando así, a partir de Dios, la situación de nuestra vida. Pronuncia sobre las ofrendas del pan y el vino las palabras de acción de gracias de Cristo, que son palabras de transustanciación,  palabras que lo hacen presente a Él mismo, el Resucitado, su Cuerpo y su Sangre, transformando así los elementos del mundo; son palabras que abren el mundo a Dios y lo unen a Él. Por tanto, el sacerdocio no es un simple «oficio», sino un sacramento: Dios se vale de un hombre con sus limitaciones para estar, a través de él, presente entre los hombres y actuar en su favor. Esta audacia de Dios, que se abandona en las manos de seres humanos; que, aun conociendo nuestras debilidades, considera a los hombres capaces de actuar y presentarse en su lugar, esta audacia de Dios es realmente la mayor grandeza que se oculta en la palabra «sacerdocio». Que Dios nos considere capaces de esto; que por eso llame a su servicio a hombres y, así, se una a ellos desde dentro, esto es lo que en este año hemos querido de nuevo considerar y comprender. Queríamos despertar la alegría de que Dios esté tan cerca de nosotros, y la gratitud por el hecho de que Él se confíe a nuestra debilidad; que Él nos guíe y nos ayude día tras día. Queríamos también, así, enseñar de nuevo a los jóvenes que esta vocación, esta comunión de servicio por Dios y con Dios, existe; más aún, que Dios está esperando nuestro «sí». Junto con la Iglesia, hemos querido destacar de nuevo que tenemos que pedir a Dios esta vocación. Pedimos trabajadores para la mies de Dios, y esta plegaria a Dios es, al mismo tiempo, una llamada de Dios al corazón de jóvenes que se consideren capaces de eso mismo para lo que Dios los cree capaces. Era de esperar que al «enemigo» no le gustara que el sacerdocio brillara de nuevo; él hubiera preferido verlo desaparecer, para que al fin Dios fuera arrojado del mundo. Y así ha ocurrido que, precisamente en este año de alegría por el sacramento del sacerdocio, han salido a la luz los pecados de los sacerdotes, sobre todo el abuso a los pequeños, en el cual el sacerdocio, que lleva a cabo la solicitud de Dios por el bien del hombre, se convierte en lo contrario. También nosotros pedimos perdón insistentemente a Dios y a las personas afectadas, mientras prometemos que queremos hacer todo lo posible para que semejante abuso no vuelva a suceder jamás; que en la admisión al ministerio sacerdotal y en la formación que prepara al mismo haremos todo lo posible para examinar la autenticidad de la vocación; y que queremos acompañar aún más a los sacerdotes en su camino, para que el Señor los proteja y los custodie en las situaciones dolorosas y en los peligros de la vida. Si el Año Sacerdotal hubiera sido una glorificación de nuestros logros humanos personales, habría sido destruido por estos hechos. Pero, para nosotros, se trataba precisamente de lo contrario, de sentirnos agradecidos por el don de Dios, un don que se lleva en «vasijas de barro», y que una y otra vez, a través de toda la debilidad humana, hace visible su amor en el mundo. Así, consideramos lo ocurrido como una tarea de purificación, un quehacer que nos acompaña hacia el futuro y que nos hace reconocer y amar más aún el gran don de Dios. De este modo, el don se convierte en el compromiso de responder al valor y la humildad de Dios con nuestro valor y nuestra humildad. La palabra de Cristo, que hemos entonado como canto de entrada en la liturgia, puede decirnos en este momento lo que significa hacerse y ser sacerdotes: «Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11,29).
Celebramos la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús y con la liturgia echamos una mirada, por así decirlo, dentro del corazón de Jesús, que al morir fue traspasado por la lanza del soldado romano. Sí, su corazón está abierto por nosotros y ante nosotros; y con esto nos ha abierto el corazón de Dios mismo. La liturgia interpreta para nosotros el lenguaje del corazón de Jesús, que habla sobre todo de Dios como pastor de los hombres, y así nos manifiesta el sacerdocio de Jesús, que está arraigado en lo íntimo de su corazón; de este modo, nos indica el perenne fundamento, así como el criterio válido de todo ministerio sacerdotal, que debe estar siempre anclado en el corazón de Jesús y ser vivido a partir de él. Quisiera meditar hoy, sobre todo, los textos con los que la Iglesia orante responde a la Palabra de Dios proclamada en las lecturas. En esos cantos, palabra y respuesta se compenetran. Por una parte, están tomados de la Palabra de Dios, pero, por otra, son ya al mismo tiempo la respuesta del hombre a dicha Palabra, respuesta en la que la Palabra misma se comunica y entra en nuestra vida. El más importante de estos textos en la liturgia de hoy es el Salmo 23 [22] – «El Señor es mi pastor» –, en el que el Israel orante acoge la autorrevelación de Dios como pastor, haciendo de esto la orientación para su propia vida. «El Señor es mi pastor, nada me falta». En este primer versículo se expresan alegría y gratitud porque Dios está presente y cuida de nosotros. La lectura tomada del Libro de Ezequiel empieza con el mismo tema: «Yo mismo en persona buscaré a mis ovejas, siguiendo su rastro» (Ez 34,11). Dios cuida personalmente de mí, de nosotros, de la humanidad. No me ha dejado solo, extraviado en el universo y en una sociedad ante la cual uno se siente cada vez más desorientado. Él cuida de mí. No es un Dios lejano, para quien mi vida no cuenta casi nada. Las religiones del mundo, por lo que podemos ver, han sabido siempre que, en último análisis, sólo hay un Dios. Pero este Dios era lejano. Abandonaba aparentemente el mundo a otras potencias y fuerzas, a otras divinidades. Había que llegar a un acuerdo con éstas. El Dios único era bueno, pero lejano. No constituía un peligro, pero tampoco ofrecía ayuda. Por tanto, no era necesario ocuparse de Él. Él no dominaba. Extrañamente, esta idea ha resurgido en la Ilustración. Se aceptaba no obstante que el mundo presupone un Creador. Este Dios, sin embargo, habría construido el mundo, para después retirarse de él. Ahora el mundo tiene un conjunto de leyes propias según las cuales se desarrolla, y en las cuales Dios no interviene, no puede intervenir. Dios es sólo un origen remoto. Muchos, quizás, tampoco deseaban que Dios se preocupara de ellos. No querían que Dios los molestara. Pero allí donde la cercanía del amor de Dios se percibe como molestia, el ser humano se siente mal. Es bello y consolador saber que hay una persona que me quiere y cuida de mí. Pero es mucho más decisivo que exista ese Dios que me conoce, me quiere y se preocupa por mí. «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen» (Jn 10,14), dice la Iglesia antes del Evangelio con una palabra del Señor. Dios me conoce, se preocupa de mí. Este pensamiento debería proporcionarnos realmente alegría. Dejemos que penetre intensamente en nuestro interior. En ese momento comprendemos también qué significa: Dios quiere que nosotros como sacerdotes, en un pequeño punto de la historia, compartamos sus preocupaciones por los hombres. Como sacerdotes, queremos ser personas que, en comunión con su amor por los hombres, cuidemos de ellos, les hagamos experimentar en lo concreto esta atención de Dios. Y, por lo que se refiere al ámbito que se le confía, el sacerdote, junto con el Señor, debería poder decir: «Yo conozco mis ovejas y ellas me conocen». «Conocer», en el sentido de la Sagrada Escritura, nunca es solamente un saber exterior, igual que se conoce el número telefónico de una persona. «Conocer» significa estar interiormente cerca del otro. Quererle. Nosotros deberíamos tratar de «conocer» a los hombres de parte de Dios y con vistas a Dios; deberíamos tratar de caminar con ellos en la vía de la amistad de Dios.
Volvamos al Salmo. Allí se dice: «Me guía por el sendero justo, por el honor de su nombre. Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo: tu vara y tu cayado me sosiegan» (23 [22], 3s). El pastor muestra el camino correcto a quienes le están confiados. Los precede y guía. Digámoslo de otro modo: el Señor nos muestra cómo se realiza en modo justo nuestro ser hombres. Nos enseña el arte de ser persona. ¿Qué debo hacer para no arruinarme, para no desperdiciar mi vida con la falta de sentido? En efecto, ésta es la pregunta que todo hombre debe plantearse y que sirve para cualquier período de la vida. ¡Cuánta oscuridad hay alrededor de esta pregunta en nuestro tiempo! Siempre vuelve a nuestra mente la palabra de Jesús, que tenía compasión por los hombres, porque estaban como ovejas sin pastor. Señor, ten piedad también de nosotros. Muéstranos el camino. Sabemos por el Evangelio que Él es el camino. Vivir con Cristo, seguirlo, esto significa encontrar el sendero justo, para que nuestra vida tenga sentido y para que un día podamos decir: “Sí, vivir ha sido algo bueno”. El pueblo de Israel estaba y está agradecido a Dios, porque ha mostrado en los mandamientos el camino de la vida. El gran salmo 119 (118) es una expresión de alegría por este hecho: nosotros no  andamos a tientas en la oscuridad. Dios nos ha mostrado cuál es el camino, cómo podemos caminar de manera justa. La vida de Jesús es una síntesis y un modelo vivo de lo que afirman los mandamientos. Así comprendemos que estas normas de Dios no son cadenas, sino el camino que Él nos indica. Podemos estar alegres por ellas y porque en Cristo están ante nosotros como una realidad vivida. Él mismo nos hace felices. Caminando junto a Cristo tenemos la experiencia de la alegría de la Revelación, y como sacerdotes debemos comunicar a la gente la alegría de que nos haya mostrado el camino justo de la vida.
Después viene una palabra referida a la “cañada oscura”, a través de la cual el Señor guía al hombre. El camino de cada uno de nosotros nos llevará un día a la cañada oscura de la muerte, a la que ninguno nos puede acompañar. Y Él estará allí. Cristo mismo ha descendido a la noche oscura de la muerte. Tampoco allí nos abandona. También allí nos guía. “Si me acuesto en el abismo, allí te encuentro”, dice el Salmo 139 (138). Sí, tú estás presente también en la última fatiga, y así el salmo responsorial puede decir: también allí, en la cañada oscura, nada temo. Sin embargo, hablando de la cañada oscura, podemos pensar también en las cañadas oscuras de las tentaciones, del desaliento, de la prueba, que toda persona humana debe atravesar. También en estas cañadas tenebrosas de la vida Él está allí. Señor, en la oscuridad de la tentación, en las horas de la oscuridad, en que todas las luces parecen apagarse, muéstrame que tú estás allí. Ayúdanos a nosotros, sacerdotes, para que podamos estar junto a las personas que en esas noches oscuras nos han sido confiadas, para que podamos mostrarles tu luz.
«Tu vara y tu cayado me sosiegan»: el pastor necesita la vara contra las bestias salvajes que quieren atacar el rebaño; contra los salteadores que buscan su botín. Junto a la vara está el cayado, que sostiene y ayuda a atravesar los lugares difíciles. Las dos cosas entran dentro del ministerio de la Iglesia, del ministerio del sacerdote. También la Iglesia debe usar la vara del pastor, la vara con la que protege la fe contra los farsantes, contra las orientaciones que son, en realidad, desorientaciones. En efecto, el uso de la vara puede ser un servicio de amor. Hoy vemos que no se trata de amor, cuando se toleran comportamientos indignos de la vida sacerdotal. Como tampoco se trata de amor si se deja proliferar la herejía, la tergiversación y la destrucción de la fe, como si nosotros inventáramos la fe autónomamente. Como si ya no fuese un don de Dios, la perla preciosa que no dejamos que nos arranquen. Al mismo tiempo, sin embargo, la vara continuamente debe transformarse en el cayado del pastor, cayado que ayude a los hombres a poder caminar por senderos difíciles y seguir a Cristo.
Al final del salmo, se habla de la mesa preparada, del perfume con que se unge la cabeza, de la copa que rebosa, del habitar en la casa del Señor. En el salmo, esto muestra sobre todo la perspectiva del gozo por la fiesta de estar con Dios en el templo, de ser hospedados y servidos por él mismo, de poder habitar en su casa. Para nosotros, que rezamos este salmo con Cristo y con su Cuerpo que es la Iglesia, esta perspectiva de esperanza ha adquirido una amplitud y profundidad todavía más grande. Vemos en estas palabras, por así decir, una anticipación profética del misterio de la Eucaristía, en la que Dios mismo nos invita y se nos ofrece como alimento, como aquel pan y aquel vino exquisito que son la única respuesta última al hambre y a la sed interior del hombre. ¿Cómo no alegrarnos de estar invitados cada día a la misma mesa de Dios y habitar en su casa? ¿Cómo no estar alegres por haber recibido de Él este mandato: “Haced esto en memoria mía”? Alegres porque Él nos ha permitido preparar la mesa de Dios para los hombres, de ofrecerles su Cuerpo y su Sangre, de ofrecerles el don precioso de su misma presencia. Sí, podemos rezar juntos con todo el corazón las palabras del salmo: «Tu bondad y tu misericordia me acompañan todos los días de mi vida» (23 [22], 6).
Por último, veamos brevemente los dos cantos de comunión sugeridos hoy por la Iglesia en su liturgia. Ante todo, está la palabra con la que san Juan concluye el relato de la crucifixión de Jesús: «uno de los soldados con la lanza le traspasó el costado, y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). El corazón de Jesús es traspasado por la lanza. Se abre, y se convierte en una fuente: el agua y la sangre que manan aluden a los dos sacramentos fundamentales de los que vive la Iglesia: el Bautismo y la Eucaristía. Del costado traspasado del Señor, de su corazón abierto, brota la fuente viva que mana a través de los siglos y edifica la Iglesia. El corazón abierto es fuente de un nuevo río de vida; en este contexto, Juan ciertamente ha pensado también en la profecía de Ezequiel, que ve manar del nuevo templo un río que proporciona fecundidad y vida  (Ez 47): Jesús mismo es el nuevo templo, y su corazón abierto es la fuente de la que brota un río de vida nueva, que se nos comunica en el Bautismo y la Eucaristía.
La liturgia de la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, sin embargo, prevé como canto de comunión otra palabra, afín a ésta, extraída del evangelio de Juan: «El que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí que beba. Como dice la Escritura: De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (cfr. Jn 7,37s). En la fe bebemos, por así decir, del agua viva de la Palabra de Dios. Así, el creyente se convierte él mismo en una fuente, que da agua viva a la tierra reseca de la historia. Lo vemos en los santos. Lo vemos en María que, como gran mujer de fe y de amor, se ha convertido a lo largo de los siglos en fuente de fe, amor y vida. Cada cristiano y cada sacerdote deberían transformarse, a partir de Cristo, en fuente que comunica vida a los demás. Deberíamos dar el agua de la vida a un mundo sediento. Señor, te damos gracias porque nos has abierto tu corazón; porque en tu muerte y resurrección te has convertido en fuente de vida. Haz que seamos personas vivas, vivas por tu fuente, y danos ser también nosotros fuente, de manera que podamos dar agua viva a nuestro tiempo. Te agradecemos la gracia del ministerio sacerdotal. Señor, bendícenos y bendice a todos los hombres de este tiempo que están sedientos y buscando. Amén.



Al termine di questa straordinaria concelebrazione, desidero esprimere la mia viva gratitudine alla Congregazione per il Clero, per l’opera svolta durante l’Anno Sacerdotale e per aver organizzato queste giornate conclusive. Un pensiero di speciale riconoscenza va ai Signori Cardinali ed ai Vescovi che hanno voluto essere presenti, in particolare a quanti sono venuti da lontano.
Chers prêtres francophones, vous avez une proximité particulière avec saint Jean-Marie Vianney. Je souhaite qu’elle devienne une véritable complicité spirituelle. Puisse son exemple sûr, vous inspirez afin que le don que vous avez fait de vous-même au Seigneur porte du bon fruit! Je vous renouvelle ma confiance et je vous encourage à progresser sur les chemins de la sainteté. Que le Seigneur vous garde tous en son Cœur très-aimant!
I now wish to greet all the English-speaking priests present at today’s celebration! My dear brothers, as I thank you for your love of Christ and of his bride the Church, I ask you again solemnly to be faithful to your promises. Serve God and your people with holiness and courage, and always conform your lives to the mystery of the Lord’s cross. May God bless your apostolic labours abundantly!
Von ganzem Herzen grüße ich die Bischöfe, Priester und Ordensleute wie auch alle Pilger, die aus den Diözesen des deutschen Sprachraums zum Abschluß des Priesterjahres nach Rom gekommen sind, um ihre Einheit mit dem Nachfolger Petri zu zeigen. Liebe Mitbrüder, wo kein Zusammenhalt ist, da gibt es keinen Fortschritt. Wenn wir miteinander verbunden bleiben, wenn wir in Christus, dem wahren Weinstock, bleiben, dann können wir starke und lebendige Zeugen der Liebe und der Wahrheit sein, können uns die Winde des Augenblicks nicht verbiegen oder brechen. Christus ist die Wurzel, die uns trägt und uns Leben gibt. Danken wir dem Herrn für die Gnade des Priestertums; dafür, daß er uns jeden Tag neu Gelegenheit gibt, in seiner Nachfolge gute Hirten zu sein. Der Heilige Geist stärke euch bei all eurem Wirken!
Saludo cordialmente a los presbíteros de lengua española, y pido a Dios que esta celebración se convierta en un vigoroso impulso para seguir viviendo con gozo, humildad y esperanza su sacerdocio, siendo mensajeros audaces del Evangelio, ministros fieles de los Sacramentos y testigos elocuentes de la caridad. Con los sentimientos de Cristo, Buen Pastor, os invito a continuar aspirando cada día a la santidad, sabiendo que no hay mayor felicidad en este mundo que gastar la vida por la gloria de Dios y el bien de las almas.
Queridos sacerdotes dos países de língua oficial portuguesa, dou graças a Deus pelo que sois e pelo que fazeis, recordando a todos que nada jamais substituirá o ministério dos sacerdotes na vida da Igreja. A exemplo e sob o patrocínio do Santo Cura d’Ars, perseverai na amizade de Deus e deixai que as vossas mãos e os vossos lábios continuem a ser as mãos e os lábios de Cristo, único Redentor da humanidade. Bem hajam!
“Dobroć i łaska pójdą w ślad za mną przez wszystkie dni mego życia” (Ps 23/22/, 6). Tymi słowami Psalmu pozdrawiam polskich kapłanów. Drodzy Bracia, Chrystus Was wybrał, wezwał, napełnił dobrocią i łaską. Szczerym sercem podejmujcie każdego dnia ten dar i nieście go z miłością tym, do których zostaliście posłani. Świętymi bądźcie i prowadźcie innych do świętości w Chrystusie. Niech Bóg wam błogosławi!
Rivolgo infine il mio cordiale saluto ai sacerdoti di Roma e d’Italia; come pure ai Presuli, ai sacerdoti e ai seminaristi di tutti i Riti delle Chiese Orientali cattoliche. So, infine, che in tutte le parti del mondo si sono tenuti moltissimi incontri celebrativi e spirituali con grande e fruttuosa partecipazione. Pertanto, desidero ringraziare Vescovi, sacerdoti e organizzatori ed auguro a tutti di proseguire con rinnovato slancio il cammino di santificazione in questo sacro ministero che il Signore vi ha affidato. Vi benedico di cuore!


Vigilia con ocasión
del Encuentro Internacional de Sacerdotes 
2010



“Diálogo del Santo Padre Benedicto XVI con los Sacerdotes”


Vaticano






Jueves 10 de junio - 2010


Plaza de San Pedro

América
Pregunta: Santo Padre, soy José Eduardo Oliveira Silva y vengo de América, en concreto de Brasil. La mayoría de los aquí presentes estamos comprometidos en la pastoral directa, en la parroquia, y no sólo con una comunidad, pues a veces somos párrocos de varias parroquias, o de comunidades particularmente extensas. Con toda la buena voluntad, tratamos de proveer a las necesidades de una sociedad muy cambiada, que ya no es completamente cristiana, pero nos damos cuenta de que no basta con «hacer». ¿A dónde ir, Santidad? ¿En qué dirección?
Respuesta: Queridos amigos, ante todo quiero expresar mi gran alegría porque se han reunido aquí sacerdotes de todas partes del mundo, en el gozo de nuestra vocación y en la disponibilidad a servir al Señor con todas nuestras fuerzas, en nuestro tiempo. Respecto a la pregunta: soy perfectamente consciente de que hoy en día es muy difícil ser párroco, también y sobre todo en los países de cristiandad antigua; son cada vez más extensas las parroquias, las unidades pastorales... Es imposible conocer a todos, es imposible cumplir todas las tareas que uno se esperaría de un párroco. Y así, realmente, nos preguntamos a dónde ir, como usted ha dicho. Pero ante todo quiero decir: sé que hay muchos párrocos en el mundo que realmente dedican todas sus energías a la evangelización, a la presencia del Señor y de sus sacramentos, y a estos párrocos fieles, que trabajan con todas las fuerzas de su vida, de nuestro ser apasionados de Cristo, quiero decir un gran «gracias» en este momento. He dicho que no es posible hacer todo lo que se desea, todo lo que quizá habría que hacer, porque nuestras fuerzas son limitadas y las situaciones son difíciles en una sociedad cada vez más diversificada, más complicada. Yo pienso que lo más importante es que los fieles puedan ver que este sacerdote no desempeña sólo un «oficio», haciendo horas de trabajo, y luego está libre y vive sólo para sí mismo, sino que es un hombre apasionado de Cristo, que lleva dentro el fuego del amor de Cristo. Si los fieles ven que está lleno de la alegría del Señor, comprenden también que no puede hacer todo, aceptan sus limitaciones y ayudan al párroco. Me parece que este es el punto más importante: que se pueda ver y sentir que el párroco realmente se siente una persona llamada por el Señor; está lleno de amor por el Señor y por los suyos. Si es así, se entiende y se puede ver también la imposibilidad de hacerlo todo. Por tanto, la primera condición es estar llenos de la alegría del Evangelio con todo nuestro ser. Luego hay que escoger, tener prioridades, ver lo que es posible y lo que es imposible. Diría que las tres prioridades fundamentales las conocemos: son las tres columnas de nuestro ser sacerdotes. Primero, la Eucaristía, los sacramentos: hacer posible y presente la Eucaristía, sobre todo la dominical, en la medida de lo posible, para todos, y celebrarla de modo que sea realmente el acto visible de amor del Señor por nosotros. Después, el anuncio de la Palabra en todas sus dimensiones: del diálogo personal hasta la homilía. El tercer punto es la «caritas», el amor de Cristo: estar presentes para los que sufren, para los pequeños, para los niños, para las personas que pasan dificultades, para los marginados; hacer realmente presente el amor del Buen Pastor. Y luego, otra prioridad muy importante es la relación personal con Cristo. En el Breviario, el 4 de noviembre leemos un hermoso texto de san Carlos Borromeo, gran pastor, que se entregó totalmente, y que nos dice a todos los sacerdotes: «No descuides tu propia alma: si descuidas tu propia alma, tampoco puedes dar a los demás lo que deberías dar. Por lo tanto, también para ti mismo, para tu alma, debes tener tiempo», o, en otras palabras, la relación con Cristo, el coloquio personal con Cristo es una prioridad pastoral fundamental, es condición para nuestro trabajo por los demás. Y la oración no es algo marginal: precisamente rezar es «oficio» del sacerdote, también como representante de la gente que no sabe rezar o no encuentra el tiempo para rezar. La oración personal, sobre todo el rezo de la liturgia de las Horas, es alimento fundamental para nuestra alma, para toda nuestra acción. Y, por último, reconocer nuestras limitaciones, abrirnos también a esta humildad. Recordemos una escena de Marcos, capítulo 6, donde los discípulos están «estresados», quieren hacerlo todo, y el Señor les dice: «Venid también vosotros aparte, para descansar un poco» (cf. Mc 6, 31). También esto es trabajo —diría— pastoral: encontrar y tener la humildad, la valentía de descansar. Por lo tanto, pienso que el celo por el Señor, el amor al Señor, nos muestra las prioridades, las opciones; nos ayuda a encontrar el camino. El Señor nos ayudará. ¡Gracias a todos vosotros!
África
P.: Santidad, soy Mathias Agnero y vengo de África, en concreto de Costa de Marfil. Usted es un Papa teólogo, mientras que nosotros, cuando lo logramos, apenas leemos algún que otro libro de teología para la formación. Sin embargo, nos parece que se ha creado una fractura entre teología y doctrina y, aún más, entre teología y espiritualidad. Se siente la necesidad de que el estudio no sea totalmente académico sino que alimente nuestra espiritualidad. Sentimos esta necesidad de modo especial en el ministerio pastoral. A veces la teo-logía no parece tener a Dios en el centro y a Jesucristo como primer «lugar teológico», sino que parece seguir más bien los gustos y las tendencias generalizadas; y la consecuencia es la proliferación de opiniones subjetivas que permiten que se introduzca, también en la Iglesia, un pensamiento no católico. ¿Cómo evitar desorientarnos en nuestra vida y en nuestro ministerio, cuando es el mundo el que juzga la fe y no viceversa? ¡Nos sentimos «descentrados»!
R.: Gracias. Usted toca un problema muy difícil y doloroso. Existe realmente una teología que quiere ser sobre todo académica, parecer científica, y olvida la realidad vital, la presencia de Dios, su presencia entre nosotros, su hablar hoy, no sólo en el pasado. San Buenaventura en su tiempo ya distinguió entre dos formas de teología; dijo: «Existe una teología que viene de la arrogancia de la razón, que quiere dominarlo todo, hacer que Dios pase de sujeto a objeto que nosotros estudiamos, mientras que debería ser sujeto que nos habla y nos guía». Existe realmente este abuso de la teología, que es arrogancia de la razón y no nutre la fe, sino que oscurece la presencia de Dios en el mundo. Por otra parte, existe una teología que quiere conocer más por amor al amado; estimulada por el amor y guiada por el amor, quiere conocer más al amado. Y esta es la verdadera teología, que viene del amor de Dios, de Cristo, y quiere entrar más profundamente en comunión con Cristo. En realidad, las tentaciones hoy son grandes; sobre todo, se impone la llamada «visión moderna del mundo» (Bultmann, «modernes Weltbild»), que se convierte en el criterio de lo que sería posible o imposible. Y así, precisamente con este criterio de que todo es como siempre, de que todos los acontecimientos históricos son del mismo tipo, se excluye la novedad del Evangelio, se excluye la irrupción de Dios, la verdadera novedad que es la alegría de nuestra fe. ¿Qué hacer? Yo diría primero de todo a los teólogos: sed valientes. Y quiero dar sinceramente las gracias a los numerosos teólogos que hacen un buen trabajo. Existen los abusos, lo sabemos, pero en todas partes del mundo existen numerosos teólogos que viven verdaderamente de la Palabra de Dios, se alimentan de la meditación, viven la fe de la Iglesia y quieren ayudar a fin de que la fe esté presente en nuestro tiempo. A estos teólogos quiero decir un gran «gracias». Y diría a los teólogos en general: «¡No tengáis miedo de este fantasma de la cientificidad!». Yo sigo la teología desde 1946; comencé a estudiar teología en enero de 1946 y, por consiguiente, he visto casi tres generaciones de teólogos, y puedo decir: las hipótesis que en aquel tiempo, y más tarde en los años sesenta y ochenta eran las más nuevas, absolutamente científicas, absolutamente casi dogmáticas, han quedado anticuadas y ya no valen. Muchas de ellas casi parecen ridículas. Por lo tanto, hay que tener la valentía de resistir a la aparente cientificidad, de no someterse a todas las hipótesis del momento, sino pensar realmente a partir de la gran fe de la Iglesia, que está presente en todos los tiempos y nos abre el acceso a la verdad. Sobre todo, también, no pensar que la razón del positivismo, que excluye lo trascendente —lo considera inaccesible— es la razón verdadera. Esta razón débil, que presenta sólo las cosas experimentables, es realmente una razón insuficiente. Nosotros, los teólogos, debemos usar la razón grande, que está abierta a la grandeza de Dios. Debemos tener la valentía de ir, más allá del positivismo, a la cuestión de las raíces del ser. Esto me parece sumamente importante. Por consiguiente, hay que tener la valentía de la razón grande, amplia, tener la humildad de no someterse a todas las hipótesis del momento, vivir de la gran fe de la Iglesia de todos los tiempos. No existe una mayoría contra la mayoría de los santos: la verdadera mayoría son los santos en la Iglesia y debemos orientarnos hacia los santos. A los seminaristas y a los sacerdotes les digo lo mismo: pensad que la Sagrada Escritura no es un libro aislado, sino que vive en la comunidad viva de la Iglesia, que es el mismo sujeto en todos los siglos y garantiza la presencia de la Palabra de Dios. El Señor nos ha dado la Iglesia como sujeto vivo, con la estructura de los obispos en comunión con el Papa, y esta gran realidad de los obispos del mundo en comunión con el Papa nos garantiza el testimonio de la verdad permanente. Tengamos confianza en este Magisterio permanente de la comunión de los obispos con el Papa, que nos representa la presencia de la Palabra. Y luego, tengamos también confianza en la vida de la Iglesia y, sobre todo, debemos ser críticos. Ciertamente la formación teológica —esto lo quiero decir a los seminaristas— es muy importante. En nuestro tiempo debemos conocer bien la Sagrada Escritura, también contra los ataques de las sectas; debemos ser realmente amigos de la Palabra. Debemos conocer también las corrientes de nuestro tiempo para poder responder razonablemente, para poder dar —como dice san Pedro— «razón de nuestra fe». La formación es muy importante. Pero también debemos ser críticos: el criterio de la fe es el criterio con el que hay que mirar también a los teólogos y las teologías. El Papa Juan Pablo II nos dio un criterio absolutamente seguro en el Catecismo de la Iglesia católica: aquí vemos la síntesis de nuestra fe, y este Catecismo es verdaderamente el criterio para ver a dónde va una teología aceptable o no aceptable. Por tanto, recomiendo la lectura, el estudio de este texto, y así podemos avanzar con una teología crítica en el sentido positivo, es decir, crítica contra las tendencias de moda y abierta a las verdaderas novedades, a la profundidad inagotable de la Palabra de Dios, que se revela nueva en todos los tiempos, también en nuestro tiempo.
Europa
P.: Santo Padre, soy Karol Miklosko y vengo de Europa, en concreto de Eslovaquia, y soy misionero en Rusia. Cuando celebro la santa misa me encuentro a mí mismo y entiendo que allí encuentro mi identidad, la raíz y la energía de mi ministerio. El sacrificio de la cruz me revela al Buen Pastor que da todo por su rebaño, por cada oveja, y cuando digo: «Este es mi Cuerpo ... Esta es mi Sangre» entregado y derramada en sacrificio por vosotros, comprendo la belleza del celibato y de la obediencia, que libremente prometí en el momento de la ordenación. Aunque con las dificultades naturales, mirando a Cristo, el celibato me parece obvio, pero me deja trastornado leer tantas críticas mundanas a este don. Le pido humildemente, Padre Santo, que nos ilumine sobre la profundidad y el sentido auténtico del celibato eclesiástico.
R.: Gracias por las dos partes de su pregunta. La primera muestra el fundamento permanente y vital de nuestro celibato; la segunda muestra todas las dificultades en las cuales nos encontramos en nuestro tiempo. Es importante la primera parte, es decir: el centro de nuestra vida debe ser realmente la celebración diaria de la santa Eucaristía; y aquí son centrales las palabras de la consagración: «Este es mi Cuerpo... Esta es mi Sangre»; es decir: hablamos in persona Christi. Cristo nos permite usar su «yo», hablamos en el «yo» de Cristo, Cristo nos «atrae a sí» y nos permite unirnos, nos une a su «yo». Y así, mediante esta acción, este hecho de que él nos «atrae» a sí mismo, de modo que nuestro «yo» queda unido al suyo, realiza la permanencia, la unicidad de su sacerdocio; así él es siempre realmente el único Sacerdote y, sin embargo, está muy presente en el mundo, porque nos «atrae» a sí mismo y así hace presente su misión sacerdotal. Esto significa que somos «incorporados» en el Dios de Cristo: esta unión con su «yo» es la que se realiza en las palabras de la consagración. También en el «yo te absuelvo» —porque ninguno de nosotros podría absolver de los pecados— es el «yo» de Cristo, de Dios, el único que puede absolver. Esta unificación de su «yo» con el nuestro implica que somos «incorporados» también en su realidad de resucitado, avanzamos hacia la vida plena de la resurrección, de la cual Jesús habla a los saduceos en Mateo, capítulo 22: es una vida «nueva», en la cual ya estamos más allá del matrimonio (cf. Mt 22, 23-32). Es importante que nos dejemos penetrar siempre por esta identificación del «yo» de Cristo con nosotros, por este ser «llevados» hacia el mundo de la resurrección. En este sentido, el celibato es una anticipación. Trascendemos este tiempo y avanzamos, y así «atraemos» nuestra persona y nuestro tiempo hacia el mundo de la resurrección, hacia la novedad de Cristo, hacia la nueva y verdadera vida. Por tanto, el celibato es una anticipación que hace posible la gracia del Señor que nos «atrae» a sí hacia el mundo de la resurrección; nos invita siempre de nuevo a trascender nuestra persona, este presente, hacia el verdadero presente del futuro, que se convierte en presente hoy. Y este es un punto muy importante. Un gran problema de la cristiandad del mundo de hoy es que ya no se piensa en el futuro de Dios: parece que basta el presente de este mundo. Queremos tener sólo este mundo, vivir sólo en este mundo. Así cerramos las puertas a la verdadera grandeza de nuestra existencia. El sentido del celibato como anticipación del futuro significa precisamente abrir estas puertas, hacer más grande el mundo, mostrar la realidad del futuro que debemos vivir ya como presente. Por tanto, vivir testimoniando la fe: si creemos realmente que Dios existe, que Dios tiene que ver con mi vida, que puedo fundar mi vida en Cristo, en la vida futura, afrontemos ahora las críticas mundanas de las cuales usted ha hablado. Es verdad que para el mundo agnóstico, el mundo en el que Dios no cuenta, el celibato es un gran escándalo, porque muestra precisamente que Dios es considerado y vivido como realidad. Con la vida escatológica del celibato, el mundo futuro de Dios entra en las realidades de nuestro tiempo. Y eso no debería ser así. En cierto sentido, esta crítica permanente contra el celibato puede sorprender, en un tiempo en el que está cada vez más de moda no casarse. Pero el no casarse es algo fundamentalmente muy distinto del celibato, porque el no casarse se basa en la voluntad de vivir sólo para uno mismo, de no aceptar ningún vínculo definitivo, de mantener la vida en una plena autonomía en todo momento, decidir en todo momento qué hacer, qué tomar de la vida; y, por tanto, un «no» al vínculo, un «no» a lo definitivo, un guardarse la vida sólo para sí mismos. Mientras que el celibato es precisamente lo contrario: es un «sí» definitivo, es un dejar que Dios nos tome de la mano, abandonarse en las manos del Señor, en su «yo», y, por tanto, es un acto de fidelidad y de confianza, un acto que supone también la fidelidad del matrimonio; es precisamente lo contrario de este «no», de esta autonomía que no quiere crearse obligaciones, que no quiere aceptar un vínculo; es precisamente el «sí» definitivo que supone, confirma el «sí» definitivo del matrimonio. Y este matrimonio es la forma bíblica, la forma natural del ser hombre y mujer, fundamento de la gran cultura cristiana, de grandes culturas del mundo. Y, si desapareciera, quedaría destruida la raíz de nuestra cultura. Por esto, el celibato confirma el «sí» del matrimonio con su «sí» al mundo futuro, y así queremos avanzar y hacer presente este escándalo de una fe que basa toda la existencia en Dios. Sabemos que junto a este gran escándalo, que el mundo no quiere ver, existen también los escándalos secundarios de nuestras insuficiencias, de nuestros pecados, que oscurecen el verdadero y gran escándalo, y hacen pensar: «No viven realmente sobre el fundamento de Dios». Pero ¡hay tanta fidelidad! Precisamente las críticas muestran que el celibato es un gran signo de la fe, de la presencia de Dios en el mundo. Pidamos al Señor que nos libre de los escándalos secundarios, para que haga presente el gran escándalo de nuestra fe: la confianza, la fuerza de nuestra vida, que se funda en Dios y en Cristo Jesús.

Asia
P.: Santo Padre, soy Atsushi Yamashita y vengo de Asia, en concreto de Japón. El modelo sacerdotal que Su Santidad nos propuso en este Año, el cura de Ars, ve en el centro de la existencia y del ministerio la Eucaristía, la Penitencia sacramental y personal y el amor al culto, celebrado dignamente. Llevo en los ojos los signos de la austera pobreza de san Juan María Vianney y, a la vez, de su celo por las cosas preciosas para el culto. ¿Cómo vivir estas dimensiones fundamentales de nuestra existencia sacerdotal, sin caer en el clericalismo o alejarnos de la realidad, cosa que hoy el mundo no nos permite?
R.: Gracias. Su pregunta es: cómo vivir la centralidad de la Eucaristía sin perderse en una vida puramente cultual, extraños a la vida cotidiana de las demás personas. Sabemos que el clericalismo es una tentación de los sacerdotes de todos los siglos, también hoy; por eso, es muy importante encontrar el modo verdadero de vivir la Eucaristía, que no es estar cerrados al mundo, sino precisamente estar abiertos a las necesidades del mundo. Debemos tener presente que en la Eucaristía se realiza este gran drama de Dios que sale de sí mismo, deja —como dice la carta a los Filipenses— su propia gloria, sale y desciende hasta ser uno de nosotros, y se rebaja hasta la muerte de cruz (cf. Flp 2). La aventura del amor de Dios, que deja, se despoja de sí mismo para estar con nosotros, y esto se hace presente en la Eucaristía; el gran acto, la gran aventura del amor de Dios es la humildad de Dios que se entrega a nosotros. En este sentido hay que considerar la Eucaristía como el entrar en este camino de Dios. San Agustín dice en el libro X del De Civitate Dei: «Hoc est sacrificium christianorum: multi unum corpus in Christo», es decir: el sacrificio de los cristianos es estar unidos al amor de Cristo en la unidad del único cuerpo de Cristo. El sacrificio consiste precisamente en salir de nosotros mismos, en dejarnos atraer en la comunión del único pan, del único Cuerpo, y entrar de este modo en la gran aventura del amor de Dios. Así debemos celebrar, vivir, meditar siempre la Eucaristía, como esta escuela de la liberación de mi «yo»: entrar en el único pan, que es pan de todos, que nos une en el único Cuerpo de Cristo. Por lo tanto, la Eucaristía es, de por sí, un acto de amor, nos obliga a esta realidad del amor por los demás: el sacrificio de Cristo es la comunión de todos en su Cuerpo. De este modo debemos entender la Eucaristía, que es precisamente lo contrario del clericalismo, del encerrarse en sí mismos. Pensemos también en la madre Teresa, verdaderamente el ejemplo grande en este siglo, en este tiempo, de un amor que se despoja de sí mismo, que abandona todo tipo de clericalismo, de alejamiento del mundo, que va a los más marginados, a los más pobres, a las personas cercanas a la muerte y se da totalmente al amor por los pobres, por los marginados. Pero la madre Teresa, que nos dio este ejemplo, y la comunidad que sigue sus huellas, suponía siempre como primera condición de una fundación suya la presencia de un sagrario. Sin la presencia del amor de Dios que se da no habría sido posible realizar ese apostolado, no habría sido posible vivir en ese abandono de sí mismos; sólo insertándose en este abandono de sí en Dios, en esta aventura de Dios, en esta humildad de Dios, podían y pueden cumplir hoy este gran acto de amor, esta apertura a todos. En este sentido, diría: vivir la Eucaristía en su sentido originario, en su verdadera profundidad, es una escuela de vida, es la protección más segura contra toda tentación de clericalismo.
Oceanía
P.: Santo Padre, soy Anthony Denton y vengo de Oceanía, de Australia. Esta noche aquí somos muchísimos sacerdotes. Pero sabemos que nuestros seminarios no están llenos y que, en el futuro, en varias partes del mundo, nos espera una disminución, incluso brusca. ¿Qué hacer que sea realmente eficaz para las vocaciones? ¿Cómo proponer nuestra vida, lo que de grande y bello hay en ella, a un joven de nuestro tiempo?
R.: Gracias. Realmente usted toca de nuevo un problema grande y doloroso de nuestro tiempo: la falta de vocaciones, a causa de la cual hay Iglesias particulares que corren el peligro de secarse, porque falta la Palabra de vida, falta la presencia del sacramento de la Eucaristía y de los demás sacramentos. ¿Qué hacer? Es grande la tentación de ocuparnos nosotros del asunto, de transformar el sacerdocio —el sacramento de Cristo, el ser elegido por él— en una tarea normal y corriente, en un «oficio» que tiene un horario, y por lo demás uno se pertenece sólo a sí mismo; convirtiéndolo así en una vocación como cualquier otra: haciéndolo accesible y fácil. Pero esta es una tentación que no resuelve el problema. Me hace pensar en la historia de Saúl, el rey de Israel, que antes de la batalla contra los filisteos espera a Samuel para el necesario sacrificio a Dios. Y cuando Samuel, en el momento esperado, no llega, él mismo ofrece el sacrificio, aun sin ser sacerdote (cf. 1 S 13); piensa que así puede resolver el problema, que naturalmente no resuelve, porque se asume él la responsabilidad de lo que no puede hacer, se hace él mismo Dios, o casi, y no puede esperarse que las cosas vayan realmente según el modo de Dios. Así, también nosotros, si desempeñáramos sólo una profesión como los demás, renunciando a la sacralidad, a la novedad, a la diversidad del sacramento que da sólo Dios, que puede venir solamente de su vocación y no de nuestro «hacer», no resolveríamos nada. Con más razón debemos —como nos invita el Señor— pedir a Dios, llamar a la puerta, al corazón de Dios, para que nos dé vocaciones; pedir con gran insistencia, con gran determinación y también con gran convicción, porque Dios no se cierra a una oración insistente, permanente, confiada, aunque deje hacer, esperar, como Saúl, más tiempo del que nosotros habíamos previsto. Este me parece el primer punto: alentar a los fieles a tener esta humildad, esta confianza, esta valentía de rezar con insistencia por las vocaciones, de llamar al corazón de Dios para que nos dé sacerdotes. Además de este, creo que hay otros tres puntos. El primero: cada uno de nosotros debería hacer lo posible por vivir su propio sacerdocio de tal modo que resulte convincente, de tal manera que los jóvenes puedan decir: esta es una verdadera vocación, se puede vivir así, así se hace algo esencial por el mundo. Pienso que ninguno de nosotros se habría hecho sacerdote si no hubiera conocido sacerdotes convincentes en los cuales ardía el fuego del amor de Cristo. Por tanto, este es el primer punto: intentemos ser nosotros mismos sacerdotes convincentes. El segundo punto es que debemos invitar, como ya he dicho, a la iniciativa de la oración, a tener esta humildad, esta confianza de hablar con Dios con fuerza, con decisión. El tercer punto: tener la valentía de proponer a los los jóvenes la idea de que piensen si Dios los llama, porque con frecuencia una palabra humana es necesaria para abrir la escucha a la vocación divina; hablar con los jóvenes y sobre todo ayudarles a encontrar un contexto vital en el que puedan vivir. En el mundo de hoy casi parece excluido que madure una vocación sacerdotal; los jóvenes necesitan ambientes en los que se viva la fe, en los que se muestre la belleza de la fe, en los que se vea que este es un modelo de vida, «el» modelo de vida y, por tanto, ayudarles a encontrar movimientos, o la parroquia —la comunidad en parroquia— u otros contextos donde realmente estén rodeados de fe, de amor a Dios, y así puedan estar abiertos a fin de que la vocación de Dios llegue y los ayude. Por lo demás, demos gracias al Señor por todos los seminaristas de nuestro tiempo, por los jóvenes sacerdotes, y recemos. El Señor nos ayudará. Gracias a todos.



Homilía de Benedicto XVI al inaugurar el Año Sacerdotal
2009 - 2010


“Escrito por Benedicto XVI”



Vaticano







Viernes 19 de junio - 2009



Queridos hermanos y hermanas:

En la antífona del Magníficat dentro de poco cantaremos: "El Señor nos ha acogido en su corazón"- "Suscepit nos Dominus in sinum et cor suum". En el Antiguo Testamento se habla 26 veces del corazón de Dios, considerado como el órgano de su voluntad: en referencia al corazón de Dios, el hombre es juzgado. A causa del dolor que su corazón siente por los pecados del hombre, Dios decide el diluvio, pero después se conmueve ante la debilidad humana y perdona. Luego hay un pasaje del Antiguo Testamento en el que el tema del corazón de Dios se expresa de manera totalmente clara: se encuentra en el capítulo 11 del libro del profeta Oseas, donde los primeros versículos describen la dimensión del amor con el que el Señor se dirige a Israel en la aurora de su historia: "Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo" (v. 1). En realidad, a la incansable predilección divina, Israel responde con indiferencia e incluso con ingratitud. "Cuanto más los llamaba -constata el Señor-, más se alejaban de mí" (v. 2). Sin embargo, Él no abandona Israel en las manos de los enemigos, pues "mi corazón -dice el Creador del universo-- está en mí trastornado, y a la vez se estremecen mis entrañas" (v. 8).
¡El corazón de Dios se estremece de compasión! En la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, la Iglesia presenta a nuestra contemplación este misterio, el misterio del corazón de un Dios que se conmueve y ofrece todo su amor a la humanidad. Un amor misterioso, que en los textos del Nuevo Testamento se nos revela como inconmensurable pasión de Dios por el hombre. No se rinde ante la ingratitud, ni siquiera ante el rechazo del pueblo que ha escogido; es más, con infinita misericordia envía al mundo a su unigénito Hijo para que cargue sobre sí el destino del amor destruido; para que, derrotando el poder del mal y de la muerte, pueda restituir la dignidad de hijos a los seres humanos esclavizados por el pecado. Todo esto a caro precio: el Hijo unigénito del Padre se inmola en la cruz: "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Cf. Juan 13, 1). Símbolo de este amor que va más allá de la muerte es su costado atravesado por una lanza. En este sentido, un testigo ocular, el apóstol Juan, afirma: "uno de los soldados le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua" (Cf. Juan 19,34).
Queridos hermanos y hermanas: gracias, pues respondiendo a mi invitación, habéis venido en gran número a esta celebración en la que entramos en el Año Sacerdotal. Saludo a los señores cardenales y a los obispos, en particular al cardenal prefecto y al secretario de la Congregación para el Clero, junto a sus colaboradores, y al obispo de Ars. Saludo a los sacerdotes y a los seminaristas de los colegios de Roma; a los religiosos y religiosas y a todos los fieles. Dijo un saludo especial a Su Beatitud Ignace Youssef Younan, patriarca de Antioquía de los Sirios, venido a Roma para visitarme y manifestar públicamente la "ecclesiastica communio" que le he concedido.
Queridos hermanos y hermanas: detengámonos a contemplar juntos el Corazón traspasado del Crucificado. Una vez más acabamos de escuchar, en la breve lectura tomada de la Carta de san Pablo a los Efesios, que "Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo - por gracia habéis sido salvados y con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús" (Efesios 2,4-6). Estar en Cristo Jesús significa ya sentarse en los cielos. En el Corazón de Jesús se expresa el núcleo esencial del cristianismo; en Cristo se nos revela y entrega toda la novedad revolucionaria del Evangelio: el Amor que nos salva y nos hace vivir ya en la eternidad de Dios. Escribe el evangelista Juan: "Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna" (3,16). Su Corazón divino llama entonces a nuestro corazón; nos invita a salir de nosotros mismos, y a abandonar nuestras seguridades humanas para fiarnos de Él y, siguiendo su ejemplo, a hacer de nosotros mismos un don de amor sin reservas.
Si es verdad que la invitación de Jesús a "permanecer en su amor" (Cf. Juan 15, 9) se dirige a todo bautizado, en la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús, Jornada de Santificación Sacerdotal, esta invitación resuena con mayor fuerza para nosotros sacerdotes, en particular esta tarde, solemne inicio del Año Sacerdotal, que he convocado con motivo del 150° aniversario de la muerte del santo Cura de Ars. Me viene inmediatamente a la mente una hermosa y conmovedora afirmación, referida en el Catecismo de la Iglesia Católica: "El sacerdocio es el amor del Corazón de Jesús" (n. 1589). ¿Cómo no recordar con conmoción que directamente de este Corazón ha manado el don de nuestro ministerio sacerdotal? ¿Cómo olvidar que nosotros, presbíteros, hemos sido consagrados para servir, humilde y autorizadamente, al sacerdocio común de los fieles? Nuestra misión es indispensable para la Iglesia y para el mundo, que exige fidelidad plena a Cristo y una incesante unión con Él; es decir, exige que busquemos constantemente la santidad como hizo san Juan María Vianney. En la carta que os he dirigido con motivo de este año jubilar especial, queridos sacerdotes, he querido subrayar algunos aspectos que califican nuestro ministerio, haciendo referencia al ejemplo y a la enseñanza del santo Cura de Ars, modelo y protector de todos los sacerdotes, y en particular de los párrocos. Espero que este texto mío os sea de ayuda y aliento para hacer de este año una ocasión propicia para crecer en la intimidad con Jesús, que cuenta con nosotros, sus ministros, para difundir y consolidar su Reino, para difundir su amor, su verdad. Y, por tanto, "a ejemplo del santo cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz".
¡Dejarse conquistar totalmente por Cristo! Este fue el objetivo de toda la vida de san Pablo, al que hemos dirigido nuestra atención durante el Año Paulino, que se encamina ya hacia su conclusión; esta ha sido la meta de todo el ministerio del santo cura de Ars, a quien invocaremos particularmente durante el Año Sacerdotal; que éste sea también el objetivo principal de cada uno de nosotros. Para ser ministros al servicio del Evangelio es ciertamente útil y necesario el estudio con una atenta y permanente formación pastoral, pero todavía es más necesaria esa "ciencia del amor", que sólo se aprende de "corazón a corazón" con Cristo. Él nos llama a partir el pan de su amor, a perdonar los pecados y a guiar al rebaño en su nombre. Precisamente por este motivo no tenemos que alejarnos nunca del manantial del Amor que es su Corazón atravesado en la cruz.
Sólo así seremos capaces de cooperar eficazmente con el misterioso "designio del Padre", que consiste en "hacer de Cristo el corazón del mundo". Designio que se realiza en la historia en la medida en que Jesús se convierte en el Corazón de los corazones humanos, comenzando por aquellos que están llamados a estar más cerca de él, los sacerdotes. Nos vuelven a recordar este constante compromiso las "promesas sacerdotales", que pronunciamos el día de nuestra ordenación y que renovamos cada año, el Jueves Santo, en la Misa Crismal. Incluso nuestras carencias, nuestros límites y debilidades deben volvenos a conducir al Corazón de Jesús. Si es verdad que los pecadores, al contemplarle, deben aprender el necesario "dolor de los pecados" que los vuelve a conducir al Padre, esto se aplica aún más a los ministros sagrados. ¿Cómo olvidar que nada hace sufrir más a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, que los pecados de sus pastores, sobre todo de aquellos que se convierten en "ladrones de ovejas" (Juan 10, 1 y siguientes), ya sea porque las desvían con sus doctrinas privadas, ya sea porque las atan con los lazos del pecado y de muerte? También para nosotros queridos sacerdotes se aplica el llamamiento a la conversión y a recurrir a la Misericordia Divina, e igualmente debemos dirigir con humildad incesante la súplica al Corazón de Jesús para que nos preserve del terrible riesgo de dañar a aquellos a quienes debemos salvar.
Hace poco he podido venerar, en la Capilla del Coro, la reliquia del santo cura de Ars: su corazón. Un corazón inflamado de amor divino. Que se conmovía ante el pensamiento de la dignidad del sacerdote y hablaba a los fieles con tonos tocantes y sublimes, afirmando que ¡"después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo no se entenderá bien sino en el cielo" (Cf. Carta para el Año Sacerdotal, p. 2). Cultivemos queridos hermanos, esta misma conmoción, ya sea para cumplir nuestro ministerio con generosidad y dedicación, ya sea para custodiar en el alma un verdadero "temor de Dios": el temor de poder privar de tanto bien, por nuestra negligencia o culpa a las almas que nos han sido confiadas o de poderlas dañar. ¡Que Dios no lo permita! La Iglesia tiene necesidad de sacerdotes santos; de ministros que ayuden a los fieles a experimentar el amor misericordioso del Señor y sean sus testigos convencidos. En la adoración eucarística, que seguirá a la celebración de las Vísperas, pediremos al Señor que inflame el corazón de cada presbítero con esa caridad pastoral capaz de asimilar su personal "yo" al de Jesús sacerdote, para así poderlo imitar en la más completa entrega de uno mismo. Que nos obtenga esta gracia la Virgen Madre, de quien mañana contemplaremos con viva fe el Corazón inmaculado. El santo cura de Ars vivía una filial devoción por ella, hasta el punto de que en 1836, anticipándose a la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción, ya había consagrado su parroquia a María "concebida sin pecado". Y mantuvo la costumbre de renovar a menudo esta ofrenda de la parroquia a la santa Virgen, enseñando a los fieles que "basta con dirigirse a ella para ser escuchados", por el simple motivo que ella "desea sobretodo vernos felices". Que nos acompañe la Virgen santa, nuestra Madre, en el Año Sacerdotal que hoy iniciamos, para que podamos ser guías firmes e iluminados para los fieles que el Señor confía a nuestros cuidados pastorales ¡Amén!


Carta de Benedicto XVI para la convocatoria del Año Sacerdotal
2009-2010


“Fidelidad de Cristo, Fidelidad del Sacerdote”



Vaticano






Martes, 16 de junio - 2009


Queridos hermanos en el Sacerdocio:


He resuelto convocar oficialmente un “Año Sacerdotal” con ocasión del 150 aniversario del “dies natalis” de Juan María Vianney, el Santo Patrón de todos los párrocos del mundo, que comenzará el viernes 19 de junio de 2009, solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús –jornada tradicionalmente dedicada a la oración por la santificación del clero–.[1] Este año desea contribuir a promover el compromiso de renovación interior de todos los sacerdotes, para que su testimonio evangélico en el mundo de hoy sea más intenso e incisivo, y se concluirá en la misma solemnidad de 2010.
“El Sacerdocio es el amor del corazón de Jesús”, repetía con frecuencia el Santo Cura de Ars. [2] Esta conmovedora expresión nos da pie para reconocer con devoción y admiración el inmenso don que suponen los sacerdotes, no sólo para la Iglesia, sino también para la humanidad misma. Tengo presente a todos los presbíteros que con humildad repiten cada día las palabras y los gestos de Cristo a los fieles cristianos y al mundo entero, identificándose con sus pensamientos, deseos y sentimientos, así como con su estilo de vida. ¿Cómo no destacar sus esfuerzos apostólicos, su servicio infatigable y oculto, su caridad que no excluye a nadie? Y ¿qué decir de la fidelidad entusiasta de tantos sacerdotes que, a pesar de las dificultades e incomprensiones, perseveran en su vocación de “amigos de Cristo”, llamados personalmente, elegidos y enviados por Él?
Todavía conservo en el corazón el recuerdo del primer párroco con el que comencé mi ministerio como joven sacerdote: fue para mí un ejemplo de entrega sin reservas al propio ministerio pastoral, llegando a morir cuando llevaba el viático a un enfermo grave. También repaso los innumerables hermanos que he conocido a lo largo de mi vida y últimamente en mis viajes pastorales a diversas naciones, comprometidos generosamente en el ejercicio cotidiano de su ministerio sacerdotal.
Pero la expresión utilizada por el Santo Cura de Ars evoca también la herida abierta en el Corazón de Cristo y la corona de espinas que lo circunda. Y así, pienso en las numerosas situaciones de sufrimiento que aquejan a muchos sacerdotes, porque participan de la experiencia humana del dolor en sus múltiples manifestaciones o por las incomprensiones de los destinatarios mismos de su ministerio: ¿Cómo no recordar tantos sacerdotes ofendidos en su dignidad, obstaculizados en su misión, a veces incluso perseguidos hasta ofrecer el supremo testimonio de la sangre?
Sin embargo, también hay situaciones, nunca bastante deploradas, en las que la Iglesia misma sufre por la infidelidad de algunos de sus ministros. En estos casos, es el mundo el que sufre el escándalo y el abandono. Ante estas situaciones, lo más conveniente para la Iglesia no es tanto resaltar escrupulosamente las debilidades de sus ministros, cuanto renovar el reconocimiento gozoso de la grandeza del don de Dios, plasmado en espléndidas figuras de Pastores generosos, religiosos llenos de amor a Dios y a las almas, directores espirituales clarividentes y pacientes. En este sentido, la enseñanza y el ejemplo de san Juan María Vianney pueden ofrecer un punto de referencia significativo. El Cura de Ars era muy humilde, pero consciente de ser, como sacerdote, un inmenso don para su gente: “Un buen pastor, un pastor según el Corazón de Dios, es el tesoro más grande que el buen Dios puede conceder a una parroquia, y uno de los dones más preciosos de la misericordia divina”.[3] Hablaba del sacerdocio como si no fuera posible llegar a percibir toda la grandeza del don y de la tarea confiados a una criatura humana: “¡Oh, qué grande es el sacerdote! Si se diese cuenta, moriría… Dios le obedece: pronuncia dos palabras y Nuestro Señor baja del cielo al oír su voz y se encierra en una pequeña hostia…”. [4] Explicando a sus fieles la importancia de los sacramentos decía: “Si desapareciese el sacramento del Orden, no tendríamos al Señor. ¿Quién lo ha puesto en el sagrario? El sacerdote. ¿Quién ha recibido vuestra alma apenas nacidos? El sacerdote. ¿Quién la nutre para que pueda terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? El sacerdote, siempre el sacerdote. Y si esta alma llegase a morir [a causa del pecado], ¿quién la resucitará y le dará el descanso y la paz? También el sacerdote… ¡Después de Dios, el sacerdote lo es todo!... Él mismo sólo lo entenderá en el cielo”. [5] Estas afirmaciones, nacidas del corazón sacerdotal del santo párroco, pueden parecer exageradas. Sin embargo, revelan la altísima consideración en que tenía el sacramento del sacerdocio. Parecía sobrecogido por un inmenso sentido de la responsabilidad: “Si comprendiéramos bien lo que representa un sacerdote sobre la tierra, moriríamos: no de pavor, sino de amor… Sin el sacerdote, la muerte y la pasión de Nuestro Señor no servirían de nada. El sacerdote continúa la obra de la redención sobre la tierra… ¿De qué nos serviría una casa llena de oro si no hubiera nadie que nos abriera la puerta? El sacerdote tiene la llave de los tesoros del cielo: él es quien abre la puerta; es el administrador del buen Dios; el administrador de sus bienes… Dejad una parroquia veinte años sin sacerdote y adorarán a las bestias… El sacerdote no es sacerdote para sí mismo, sino para vosotros”. [6]
Llegó a Ars, una pequeña aldea de 230 habitantes, advertido por el Obispo sobre la precaria situación religiosa: “No hay mucho amor de Dios en esa parroquia; usted lo pondrá”. Bien sabía él que tendría que encarnar la presencia de Cristo dando testimonio de la ternura de la salvación: “Dios mío, concédeme la conversión de mi parroquia; acepto sufrir todo lo que quieras durante toda mi vida”. Con esta oración comenzó su misión. [7] El Santo Cura de Ars se dedicó a la conversión de su parroquia con todas sus fuerzas, insistiendo por encima de todo en la formación cristiana del pueblo que le había sido confiado.
Queridos hermanos en el Sacerdocio, pidamos al Señor Jesús la gracia de aprender también nosotros el método pastoral de san Juan María Vianney. En primer lugar, su total identificación con el propio ministerio. En Jesús, Persona y Misión tienden a coincidir: toda su obra salvífica era y es expresión de su “Yo filial”, que está ante el Padre, desde toda la eternidad, en actitud de amorosa sumisión a su voluntad. De modo análogo y con toda humildad, también el sacerdote debe aspirar a esta identificación. Aunque no se puede olvidar que la eficacia sustancial del ministerio no depende de la santidad del ministro, tampoco se puede dejar de lado la extraordinaria fecundidad que se deriva de la confluencia de la santidad objetiva del ministerio con la subjetiva del ministro. El Cura de Ars emprendió en seguida esta humilde y paciente tarea de armonizar su vida como ministro con la santidad del ministerio confiado, “viviendo” incluso materialmente en su Iglesia parroquial: “En cuanto llegó, consideró la Iglesia como su casa… Entraba en la Iglesia antes de la aurora y no salía hasta después del Angelus de la tarde. Si alguno tenía necesidad de él, allí lo podía encontrar”, se lee en su primera biografía. [8]
La devota exageración del piadoso hagiógrafo no nos debe hacer perder de vista que el Santo Cura de Ars también supo “hacerse presente” en todo el territorio de su parroquia: visitaba sistemáticamente a los enfermos y a las familias; organizaba misiones populares y fiestas patronales; recogía y administraba dinero para sus obras de caridad y para las misiones; adornaba la iglesia y la dotaba de paramentos sacerdotales; se ocupaba de las niñas huérfanas de la “Providence” (un Instituto que fundó) y de sus formadoras; se interesaba por la educación de los niños; fundaba hermandades y llamaba a los laicos a colaborar con él.
Su ejemplo me lleva a poner de relieve los ámbitos de colaboración en los que se debe dar cada vez más cabida a los laicos, con los que los presbíteros forman un único pueblo sacerdotal[9] y entre los cuales, en virtud del sacerdocio ministerial, están puestos “para llevar a todos a la unidad del amor: ‘amándose mutuamente con amor fraterno, rivalizando en la estima mutua’ (Rm 12, 10)”.[10] En este contexto, hay que tener en cuenta la encarecida recomendación del Concilio Vaticano II a los presbíteros de “reconocer sinceramente y promover la dignidad de los laicos y la función que tienen como propia en la misión de la Iglesia… Deben escuchar de buena gana a los laicos, teniendo fraternalmente en cuenta sus deseos y reconociendo su experiencia y competencia en los diversos campos de la actividad humana, para poder junto con ellos reconocer los signos de los tiempos”. [11]
El Santo Cura de Ars enseñaba a sus parroquianos sobre todo con el testimonio de su vida. De su ejemplo aprendían los fieles a orar, acudiendo con gusto al sagrario para hacer una visita a Jesús Eucaristía. [12] “No hay necesidad de hablar mucho para orar bien”, les enseñaba el Cura de Ars. “Sabemos que Jesús está allí, en el sagrario: abrámosle nuestro corazón, alegrémonos de su presencia. Ésta es la mejor oración”. [13] Y les persuadía: “Venid a comulgar, hijos míos, venid donde Jesús. Venid a vivir de Él para poder vivir con Él…”. [14] “Es verdad que no sois dignos, pero lo necesitáis”. [15] Dicha educación de los fieles en la presencia eucarística y en la comunión era particularmente eficaz cuando lo veían celebrar el Santo Sacrificio de la Misa. Los que asistían decían que “no se podía encontrar una figura que expresase mejor la adoración… Contemplaba la hostia con amor”. [16] Les decía: “Todas las buenas obras juntas no son comparables al Sacrificio de la Misa, porque son obras de hombres, mientras la Santa Misa es obra de Dios”. [17] Estaba convencido de que todo el fervor en la vida de un sacerdote dependía de la Misa: “La causa de la relajación del sacerdote es que descuida la Misa. Dios mío, ¡qué pena el sacerdote que celebra como si estuviese haciendo algo ordinario!”.[18] Siempre que celebraba, tenía la costumbre de ofrecer también la propia vida como sacrificio: “¡Cómo aprovecha a un sacerdote ofrecerse a Dios en sacrificio todas las mañanas!”.[19]
Esta identificación personal con el Sacrificio de la Cruz lo llevaba –con una sola moción interior– del altar al confesonario. Los sacerdotes no deberían resignarse nunca a ver vacíos sus confesonarios ni limitarse a constatar la indiferencia de los fieles hacia este sacramento. En Francia, en tiempos del Santo Cura de Ars, la confesión no era ni más fácil ni más frecuente que en nuestros días, pues el vendaval revolucionario había arrasado desde hacía tiempo la práctica religiosa. Pero él intentó por todos los medios, en la predicación y con consejos persuasivos, que sus parroquianos redescubriesen el significado y la belleza de la Penitencia sacramental, mostrándola como una íntima exigencia de la presencia eucarística. Supo iniciar así un “círculo virtuoso”. Con su prolongado estar ante el sagrario en la Iglesia, consiguió que los fieles comenzasen a imitarlo, yendo a visitar a Jesús, seguros de que allí encontrarían también a su párroco, disponible para escucharlos y perdonarlos. Al final, una muchedumbre cada vez mayor de penitentes, provenientes de toda Francia, lo retenía en el confesonario hasta 16 horas al día. Se comentaba que Ars se había convertido en “el gran hospital de las almas”.[20] Su primer biógrafo afirma: “La gracia que conseguía [para que los pecadores se convirtiesen] era tan abundante que salía en su búsqueda sin dejarles un momento de tregua”.[21] En este mismo sentido, el Santo Cura de Ars decía: “No es el pecador el que vuelve a Dios para pedirle perdón, sino Dios mismo quien va tras el pecador y lo hace volver a Él”.[22] “Este buen Salvador está tan lleno de amor que nos busca por todas partes”.[23]
Todos los sacerdotes hemos de considerar como dirigidas personalmente a nosotros aquellas palabras que él ponía en boca de Jesús: “Encargaré a mis ministros que anuncien a los pecadores que estoy siempre dispuesto a recibirlos, que mi misericordia es infinita”.[24] Los sacerdotes podemos aprender del Santo Cura de Ars no sólo una confianza infinita en el sacramento de la Penitencia, que nos impulse a ponerlo en el centro de nuestras preocupaciones pastorales, sino también el método del “diálogo de salvación” que en él se debe entablar. El Cura de Ars se comportaba de manera diferente con cada penitente. Quien se acercaba a su confesonario con una necesidad profunda y humilde del perdón de Dios, encontraba en él palabras de ánimo para sumergirse en el “torrente de la divina misericordia” que arrastra todo con su fuerza. Y si alguno estaba afligido por su debilidad e inconstancia, con miedo a futuras recaídas, el Cura de Ars le revelaba el secreto de Dios con una expresión de una belleza conmovedora: “El buen Dios lo sabe todo. Antes incluso de que se lo confeséis, sabe ya que pecaréis nuevamente y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que le lleva incluso a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!”.[25] A quien, en cambio, se acusaba de manera fría y casi indolente, le mostraba, con sus propias lágrimas, la evidencia seria y dolorosa de lo “abominable” de su actitud: “Lloro porque vosotros no lloráis”, [26] decía. “Si el Señor no fuese tan bueno… pero lo es. Hay que ser un bárbaro para comportarse de esta manera ante un Padre tan bueno”. [27] Provocaba el arrepentimiento en el corazón de los tibios, obligándoles a ver con sus propios ojos el sufrimiento de Dios por los pecados como “encarnado” en el rostro del sacerdote que los confesaba. Si alguno manifestaba deseos y actitudes de una vida espiritual más profunda, le mostraba abiertamente las profundidades del amor, explicándole la inefable belleza de vivir unidos a Dios y estar en su presencia: “Todo bajo los ojos de Dios, todo con Dios, todo para agradar a Dios… ¡Qué maravilla!”.[28] Y les enseñaba a orar: “Dios mío, concédeme la gracia de amarte tanto cuanto yo sea capaz”. [29]
El Cura de Ars consiguió en su tiempo cambiar el corazón y la vida de muchas personas, porque fue capaz de hacerles sentir el amor misericordioso del Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio y un testimonio similar de la verdad del Amor: Deus caritas est (1 Jn 4, 8). Con la Palabra y con los Sacramentos de su Jesús, Juan María Vianney edificaba a su pueblo, aunque a veces se agitaba interiormente porque no se sentía a la altura, hasta el punto de pensar muchas veces en abandonar las responsabilidades del ministerio parroquial para el que se sentía indigno. Sin embargo, con un sentido de la obediencia ejemplar, permaneció siempre en su puesto, porque lo consumía el celo apostólico por la salvación de las almas. Se entregaba totalmente a su propia vocación y misión con una ascesis severa: “La mayor desgracia para nosotros los párrocos –deploraba el Santo– es que el alma se endurezca”; con esto se refería al peligro de que el pastor se acostumbre al estado de pecado o indiferencia en que viven muchas de sus ovejas. [30] Dominaba su cuerpo con vigilias y ayunos para evitar que opusiera resistencia a su alma sacerdotal. Y se mortificaba voluntariamente en favor de las almas que le habían sido confiadas y para unirse a la expiación de tantos pecados oídos en confesión. A un hermano sacerdote, le explicaba: “Le diré cuál es mi receta: doy a los pecadores una penitencia pequeña y el resto lo hago yo por ellos”. [31] Más allá de las penitencias concretas que el Cura de Ars hacía, el núcleo de su enseñanza sigue siendo en cualquier caso válido para todos: las almas cuestan la sangre de Cristo y el sacerdote no puede dedicarse a su salvación sin participar personalmente en el “alto precio” de la redención.
En la actualidad, como en los tiempos difíciles del Cura de Ars, es preciso que los sacerdotes, con su vida y obras, se distingan por un vigoroso testimonio evangélico. Pablo VI ha observado oportunamente: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los que dan testimonio que a los que enseñan, o si escucha a los que enseñan, es porque dan testimonio”.[32] Para que no nos quedemos existencialmente vacíos, comprometiendo con ello la eficacia de nuestro ministerio, debemos preguntarnos constantemente: “¿Estamos realmente impregnados por la palabra de Dios? ¿Es ella en verdad el alimento del que vivimos, más que lo que pueda ser el pan y las cosas de este mundo? ¿La conocemos verdaderamente? ¿La amamos? ¿Nos ocupamos interiormente de esta palabra hasta el punto de que realmente deja una impronta en nuestra vida y forma nuestro pensamiento?”.[33] Así como Jesús llamó a los Doce para que estuvieran con Él (cf. Mc 3, 14), y sólo después los mandó a predicar, también en nuestros días los sacerdotes están llamados a asimilar el “nuevo estilo de vida” que el Señor Jesús inauguró y que los Apóstoles hicieron suyo. [34]
La identificación sin reservas con este “nuevo estilo de vida” caracterizó la dedicación al ministerio del Cura de Ars. El Papa Juan XXIII en la Carta encíclica Sacerdotii nostri primordia, publicada en 1959, en el primer centenario de la muerte de san Juan María Vianney, presentaba su fisonomía ascética refiriéndose particularmente a los tres consejos evangélicos, considerados como necesarios también para los presbíteros: “Y, si para alcanzar esta santidad de vida, no se impone al sacerdote, en virtud del estado clerical, la práctica de los consejos evangélicos, ciertamente que a él, y a todos los discípulos del Señor, se le presenta como el camino real de la santificación cristiana”.[35] El Cura de Ars supo vivir los “consejos evangélicos” de acuerdo a su condición de presbítero. En efecto, su pobreza no fue la de un religioso o un monje, sino la que se pide a un sacerdote: a pesar de manejar mucho dinero (ya que los peregrinos más pudientes se interesaban por sus obras de caridad), era consciente de que todo era para su iglesia, sus pobres, sus huérfanos, sus niñas de la “Providence”, [36] sus familias más necesitadas. Por eso “era rico para dar a los otros y era muy pobre para sí mismo”. [37] Y explicaba: “Mi secreto es simple: dar todo y no conservar nada”. [38] Cuando se encontraba con las manos vacías, decía contento a los pobres que le pedían: “Hoy soy pobre como vosotros, soy uno de vosotros”. [39] Así, al final de su vida, pudo decir con absoluta serenidad: “No tengo nada… Ahora el buen Dios me puede llamar cuando quiera”. [40] También su castidad era la que se pide a un sacerdote para su ministerio. Se puede decir que era la castidad que conviene a quien debe tocar habitualmente con sus manos la Eucaristía y contemplarla con todo su corazón arrebatado y con el mismo entusiasmo la distribuye a sus fieles. Decían de él que “la castidad brillaba en su mirada”, y los fieles se daban cuenta cuando clavaba la mirada en el sagrario con los ojos de un enamorado. [41] También la obediencia de san Juan María Vianney quedó plasmada totalmente en la entrega abnegada a las exigencias cotidianas de su ministerio. Se sabe cuánto le atormentaba no sentirse idóneo para el ministerio parroquial y su deseo de retirarse “a llorar su pobre vida, en soledad”. [42] Sólo la obediencia y la pasión por las almas conseguían convencerlo para seguir en su puesto. A los fieles y a sí mismo explicaba: “No hay dos maneras buenas de servir a Dios. Hay una sola: servirlo como Él quiere ser servido”. [43] Consideraba que la regla de oro para una vida obediente era: “Hacer sólo aquello que puede ser ofrecido al buen Dios”. [44]
En el contexto de la espiritualidad apoyada en la práctica de los consejos evangélicos, me complace invitar particularmente a los sacerdotes, en este Año dedicado a ellos, a percibir la nueva primavera que el Espíritu está suscitando en nuestros días en la Iglesia, a la que los Movimientos eclesiales y las nuevas Comunidades han contribuido positivamente. “El Espíritu es multiforme en sus dones… Él sopla donde quiere. Lo hace de modo inesperado, en lugares inesperados y en formas nunca antes imaginadas… Él quiere vuestra multiformidad y os quiere para el único Cuerpo”.[45] A este propósito vale la indicación del Decreto Presbyterorum ordinis: “Examinando los espíritus para ver si son de Dios, [los presbíteros] han de descubrir mediante el sentido de la fe los múltiples carismas de los laicos, tanto los humildes como los más altos, reconocerlos con alegría y fomentarlos con empeño”.[46] Dichos dones, que llevan a muchos a una vida espiritual más elevada, pueden hacer bien no sólo a los fieles laicos sino también a los ministros mismos. La comunión entre ministros ordenados y carismas “puede impulsar un renovado compromiso de la Iglesia en el anuncio y en el testimonio del Evangelio de la esperanza y de la caridad en todos los rincones del mundo”.[47] Quisiera añadir además, en línea con la Exhortación apostólica Pastores dabo vobis del Papa Juan Pablo II, que el ministerio ordenado tiene una radical “forma comunitaria” y sólo puede ser desempeñado en la comunión de los presbíteros con su Obispo.[48] Es necesario que esta comunión entre los sacerdotes y con el propio Obispo, basada en el sacramento del Orden y manifestada en la concelebración eucarística, se traduzca en diversas formas concretas de fraternidad sacerdotal efectiva y afectiva.[49] Sólo así los sacerdotes sabrán vivir en plenitud el don del celibato y serán capaces de hacer florecer comunidades cristianas en las cuales se repitan los prodigios de la primera predicación del Evangelio.
El Año Paulino que está por concluir orienta nuestro pensamiento también hacia el Apóstol de los gentiles, en quien podemos ver un espléndido modelo sacerdotal, totalmente “entregado” a su ministerio. “Nos apremia el amor de Cristo –escribía-, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron” (2 Co 5, 14). Y añadía: “Cristo murió por todos, para que los que viven, ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos” (2 Co 5, 15). ¿Qué mejor programa se podría proponer a un sacerdote que quiera avanzar en el camino de la perfección cristiana?
Queridos sacerdotes, la celebración del 150 aniversario de la muerte de San Juan María Vianney (1859) viene inmediatamente después de las celebraciones apenas concluidas del 150 aniversario de las apariciones de Lourdes (1858). Ya en 1959, el Beato Papa Juan XXIII había hecho notar: “Poco antes de que el Cura de Ars terminase su carrera tan llena de méritos, la Virgen Inmaculada se había aparecido en otra región de Francia a una joven humilde y pura, para comunicarle un mensaje de oración y de penitencia, cuya inmensa resonancia espiritual es bien conocida desde hace un siglo. En realidad, la vida de este sacerdote cuya memoria celebramos, era anticipadamente una viva ilustración de las grandes verdades sobrenaturales enseñadas a la vidente de Massabielle. Él mismo sentía una devoción vivísima hacia la Inmaculada Concepción de la Santísima Virgen; él, que ya en 1836 había consagrado su parroquia a María concebida sin pecado, y que con tanta fe y alegría había de acoger la definición dogmática de 1854”. [50] El Santo Cura de Ars recordaba siempre a sus fieles que “Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir de su Santa Madre”. [51]
Confío este Año Sacerdotal a la Santísima Virgen María, pidiéndole que suscite en cada presbítero un generoso y renovado impulso de los ideales de total donación a Cristo y a la Iglesia que inspiraron el pensamiento y la tarea del Santo Cura de Ars. Con su ferviente vida de oración y su apasionado amor a Jesús crucificado, Juan María Vianney alimentó su entrega cotidiana sin reservas a Dios y a la Iglesia. Que su ejemplo fomente en los sacerdotes el testimonio de unidad con el Obispo, entre ellos y con los laicos, tan necesario hoy como siempre. A pesar del mal que hay en el mundo, conservan siempre su actualidad las palabras de Cristo a sus discípulos en el Cenáculo: “En el mundo tendréis luchas; pero tened valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33). La fe en el Maestro divino nos da la fuerza para mirar con confianza el futuro. Queridos sacerdotes, Cristo cuenta con vosotros. A ejemplo del Santo Cura de Ars, dejaos conquistar por Él y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza, reconciliación y paz.
Con mi bendición.
Vaticano, 16 de junio de 2009.
BENEDICTUS PP. XVI
[1] Así lo proclamó el Sumo Pontífice Pío XI en 1929.
[2] “Le Sacerdoce, c’est l’amour du coeur de Jésus” (in Le curé d’Ars. Sa pensée – Son Coeur. Présentés par l’Abbé Bernard Nodet, éd. Xavier Mappus, Foi Vivante 1966, p. 98). En adelante: NODET. La expresión aparece citada también en el Catecismo de la Iglesia católica, n. 1589.
[3] Nodet, p. 101.
[4] Ibíd., p. 97.
[5] Ibíd., pp. 98-99.
[6] Ibíd., pp. 98-100.
[7] Ibíd., p. 183.
[8] A. Monnin, Il Curato d’Ars. Vita di Gian-Battista-Maria Vianney, vol. I, Ed. Marietti, Torino 1870, p. 122.
[9] Cf. Lumen gentium, 10.
[10] Presbyterorum ordinis, 9.
[11] Ibid.
[12] “La contemplación es mirada de fe, fijada en Jesús. ‘Yo le miro y él me mira’, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario”: Catecismo de la Iglesia católica, n. 2715.
[13] Nodet, p. 85.
[14] Ibíd., p. 114.
[15] Ibíd., p. 119.
[16] A. Monnin, o.c., II, pp. 430 ss.
[17] Nodet, p. 105.
[18] Ibíd., p. 105.
[19] Ibíd., p. 104.
[20] A. Monnin, o.c., II, p. 293.
[21] Ibíd., II, p. 10.
[22] Nodet, p. 128.
[23] Ibíd., p. 50.
[24] Ibíd., p. 131.
[25] Ibíd., p. 130.
[26] Ibíd., p. 27.
[27] Ibíd., p. 139.
[28] Ibíd., p. 28.
[29] Ibíd., p. 77.
[30] Ibíd., p. 102.
[31] Ibíd., p. 189.
[32] Evangelii nuntiandi, 41.
[33] Benedicto XVI, Homilía en la solemne Misa Crismal, 9 de abril de 2009.
[35] P. I.
[36] Nombre que dio a la casa para la acogida y educación de 60 niñas abandonadas. Fue capaz de todo con tal de mantenerla: “J’ai fait tous les commerces imaginables”, decía sonriendo (Nodet, p. 214).
[37] Nodet, p. 216.
[38] Ibíd., p. 215.
[39] Ibíd., p. 216.
[40] Ibíd., p. 214.
[41] Cf. Ibíd., p. 212.
[42] Cf. Ibíd., pp. 82-84; 102-103.
[43] Ibíd., p. 75.
[44] Ibíd., p. 76.
[45] Benedicto XVI, Homilía en la celebración de las primeras vísperas en la vigilia de Pentecostés, 3 de junio de 2006.
[46] N. 9.
[47] Benedicto XVI, Discurso a un grupo de Obispos amigos del Movimiento de los Focolares y a otro de amigos de la Comunidad de San Egidio, 8 de febrero de 2007.
[48] Cf. n. 17.
[49] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. Pastores dabo vobis, 74.
[50] Carta enc. Sacerdotii nostri primordia, P. III.
[51] Nodet, p. 244.


Discurso del Papa a la Plenaria de la Congregación para el Clero
2009


“Escrito por Benedicto XVI”


Vaticano




Lunes 16 de marzo - 2009


Señores cardenales,
venerados hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio.
Estoy contento de poder acogeros en audiencia especial, en la vigilia de mi partida hacia África, adonde iré para entregar el Instrumentum laboris de la Segunda Asamblea Especial del Sínodo para África, que tendrá lugar aquí en Roma el próximo mes de octubre. Agradezco al Prefecto de la Congregación, el señor cardenal Cláudio Hummes, por las amables expresiones con las que ha interpretado los sentimientos de todos. Con él os saludo a todos vosotros, superiores, oficiales y miembros de la Congregación, con ánimo grato por todo el trabajo que lleváis a cabo en servicio de un sector tan importante en la vida de la Iglesia.
El tema que habéis elegido para esta Plenaria -“La identidad misionera del presbítero en la Iglesia, como dimensión intrínseca del ejercicio de los tria munera”- permite algunas reflexiones para el trabajo de estos días y para los frutos abundantes que ciertamente éste traerá. Si la Iglesia entera es misionera y si todo cristiano, en virtud del bautismo y de la confirmación, quasi ex officio (cfr CEC, 1305) recibe el mandato de profesar públicamente la fe, el sacerdocio ministerial, también desde este punto de vista, se distingue ontológicamente, y no solo de grado, del sacerdocio bautismal, llamado también sacerdocio común. Del primero, de hecho, es constitutivo el mandato apostólico: “Id a todo el mundo y predicad el Evangelio a toda criatura” (Mc 16,15). Este mandato no es, lo sabemos, un simple encargo confiado a sus colaboradores; sus raíces son más profundas y deben buscarse mucho más lejos.
La dimensión misionera del presbítero nace de su configuración sacramental a Cristo Cabeza: esta trae consigo, como consecuencia, una adhesión cordial y total a aquella que la tradición eclesial ha reconocido como la apostólica vivendi forma. Esta consiste en la participación en una “vida nueva” espiritualmente entendida, a ese “nuevo estilo de vida” que fue inaugurado por el Señor Jesús y que fue hecho propio por los Apóstoles. Por la imposición de manos del Obispo y la oración consagratoria de la Iglesia, los candidatos se convierten en hombres nuevos, llegan a ser “presbíteros”. A la luz de esto parece claro cómo los tria munera son en primer lugar un don, y solo como consecuencia un oficio, antes una participación en una vida y por ello una potestas. Ciertamente, la gran tradición eclesial ha justamente desvinculado la eficacia sacramental de la situación existencial concreta del sacerdote, y así se salvaguardan adecuadamente las legítimas expectativas de los fieles. Pero esta justa precisión doctrinal no quita nada a la necesaria, es más, indispensable, tensión hacia la perfección moral, que debe habitar en todo corazón auténticamente sacerdotal.
Precisamente para favorecer esta tensión de los sacerdotes hacia la perfección espiritual de la que sobre todo depende la eficacia de su ministerio, he decidido convocar un especial “Año Sacerdotal”, que irá del 19 de junio próximo hasta el 19 de junio del 2010. Se celebra de hecho el 150 aniversario de la muerte del santo Cura de Ars, Juan María Vianney, verdadero ejemplo de pastor al servicio del rebaño de Cristo. Será tarea de vuestra Congregación, de acuerdo con los Ordinarios diocesanos y con los superiores de los Institutos religiosos, promover y coordinar las diversas iniciativas espirituales y pastorales que parezcan útiles para hacer percibir cada vez más la importancia del papel y de la misión del sacerdote en la Iglesia y en la sociedad contemporánea.
La misión del presbítero, como muestra el tema de la Plenaria, se desarrolla “en la Iglesia”. Semejante dimensión eclesial, comunional, jerárquica y doctrinal es absolutamente indispensable a toda autentica misión y, por sí sola, garantiza su eficacia espiritual. Los cuatro aspectos mencionados deben ser siempre reconocidos como íntimamente relacionados: la misión es “eclesial” porque nadie anuncia o se lleva a sí mismo, sino que dentro y a través de su propia humanidad, todo sacerdote debe ser bien consciencia de llevar a Otro, Dios mismo, al mundo. Dios es la única riqueza que, en definitiva, los hombres desean encontrar en un sacerdote. La misión es “comunional” porque tiene lugar en una unidad y comunión que sólo de forma secundaria tiene también aspectos relevantes de visibilidad social. Estos, por otra parte, derivan esencialmente de aquella intimidad divina de la cual el sacerdote está llamado a ser experto, para poder conducir, con humildad y confianza, las almas a él confiadas al mismo encuentro con el Señor. Finalmente las dimensiones “jerárquica” y “doctrinal” sugieren reafirmar la importancia de la disciplina “(el término está unido con “discípulo”) eclesiástica y de la formación doctrinal, y no sólo teológica, inicial y permanente.
La conciencia de los radicales cambios sociales de las últimas décadas debe mover las mejores energías eclesiales a cuidar la formación de los candidatos al ministerio. En particular, debe estimular la constante solicitud de los pastores hacia sus primeros colaboradores, sea cultivando relaciones humanas verdaderamente paternas, sea preocupándose por su formación permanente, sobre todo en el perfil doctrinal. La misión tiene sus raíces de modo especial en una buena formación, llevada a cabo en comunión con la Tradición eclesial ininterrumpida, sin rupturas ni tentaciones de discontinuidad. En este sentido, es importante favorecer en los sacerdotes, sobre todo en las jóvenes generaciones, una correcta recepción de los textos del Concilio Ecuménico Vaticano II, interpretados a la luz de todo el bagaje doctrinal de la Iglesia. También parece urgente la recuperación de esta conciencia que empuja a los sacerdotes a estar presentes, identificables y reconocibles tanto por el juicio de la fe, sea por las virtudes personales, sea también por el vestido, en los ámbitos de la cultura y de la caridad, desde siempre en el corazón de la misión de la Iglesia.
Como Iglesia y como sacerdotes anunciamos a Jesús de Nazaret Señor y Cristo, crucificado y resucitado, Soberano del tiempo y de la historia, en la alegre certeza de que esta verdad coincide con las esperanzas más profundas del corazón humano. En el misterio de la encarnación del Verbo, es decir, en el hecho de que Dios se ha hecho hombre como nosotros, está tanto el contenido como el método del anuncio cristiano. La misión tiene aquí su verdadero centro propulsor: en Jesucristo, precisamente. La centralidad de Cristo trae consigo la justa valoración del sacerdocio ministerial, sin la cual no existirían ni la Eucaristía ni, por tanto, la misión ni la misma Iglesia. En este sentido es necesario vigilar para que las “nuevas estructuras” u organizaciones pastorales no estén pensadas para un tiempo en el que se debería “minusvalorar” el ministerio ordenado, partiendo de una interpretación errónea de la justa promoción de los laicos, porque en tal caso se pondrían los presupuestos para la ulterior disolución del sacerdocio ministerial y las eventuales presuntas “soluciones” vendrían a coincidir dramáticamente con las reales causas de los actuales problemas ligados al ministerio.
Estoy seguro de que en estos días el trabajo de la Asamblea Plenaria, bajo la protección de la Mater Ecclesiae, podrá profundizar estos breves apuntes que me permito someter a la atención de los señores cardenales y de los arzobispos y obispos, invocando sobre todos la copiosa abundancia de los dones celestes, en prenda de los cuales os imparto a vosotros y a vuestros seres queridos una especial y afectuosa Bendición Apostólica.